Todo es vinculante, y todo es un
tratado sobre la (in)comunicación y el misterio familiar en Las vitalidades
(La Uña Rota, 2022), o pieza que se puede considerar como la primera novela de
Ángela Segovia, autora de peso nacida en Las Navas del Marqués en 1987. Todo
son afectos, y todo es la mirada, decíamos, en este pasaje metafísico, que
viene a prosperar el acercamiento a la espiritualidad que, de forma más
urgente, la autora ha trabajado dentro de la poesía, su género o asidero
principal y que además ha hecho por ensanchar gracias a su conocimiento de la
literatura latinoamericana. Herencia que no encontramos tanto aquí, sino a
Kafka –homenajeado–, el embrujo palaciego europeo o las casas abandonadas a las
afueras de toda geografía, desde donde se contempla la naturaleza sin intención
de absorberla porque ya su propia materialidad es fantasmagórica; o también un
estudio de los topoi con recursos lógicos y textuales que dan lugar a un
tiempo narrativo suspendido y que se oblitera hacia sí, psicología y escritura
visible-invisible con frases leves e imágenes imborrables. Sí: un estilo
depurado en esquejes y una densidad de la trama; y sí a encontrar la magia
contra el poder, que se manifiesta de diferentes formas, conocidas o
desconocidas, patentes o intuidas, etc., a lo largo de las cien páginas que
constituyen este canto a la búsqueda de lo esencial.
Empecemos
por la metáfora principal: las vitalidades. Con un pie en la sinestesia y otro
en el destino, la vitalidad viene a ser el alma que ocupa las cosas en el
espacio y su interrelación sensible, y que va del dorado al negro en calidad
descendente; un don o una forma lateral de llamar a las cosas por su propio
nombre en tanto que nos impresionan, dialogantes con nosotros. Así, un
pozo o un bosque oscuro pueden encarnar una vitalidad distinta a la de un gato
o un collar, todos ellos elementos arquetípicos de la novela:
Al
principio aprendí a distinguir por el tipo de vitalidad. Es decir, una
vitalidad tenía un color, o bien tenía varios, y tenía una textura, a veces un
paisaje, a veces un borrón, a veces un olor, luego se concretaba con palabras.
Yo notaba la vitalidad de todas las cosas, aunque fueran pequeñas.
(pág. 11)
Y es que Rune la protagónica, la de
los lirios observados y la habitación con vistas y sin visitas, distingue sensaciones
claramente entre las cosas vivas e inertes, encarnando por último la paradoja
de no acertar demasiado sobre ella misma, ni sobre los que la rodean, aunque la
autora, claroscuramente, sí parezca saber qué le espera en este libro, y
después. En este sentido, los lectores logran ver lo que Rune no ve; o
tampoco, pues las páginas finales son una ventana abierta de dos carillas
después de lo que debería haber sido el final: la propia existencia de Rune la soñada,
de Rune la salvífica, de Rune la que se ampara en Santa Agnes y camina pasillos
y reza a lo prohibido y añora (el) saber.
Vayamos
por partes. Hay en Rune soledad a manos llenas, también dos doncellas (las
Mirtas), una intermediaria que se llama Poli, con cierta autoridad sobre la
casa tomada, un gato, objetos llenos de vida o directamente símbolos y luego él,
que sólo sabe de libros, pero también de ausencias, y de señales a Rune,
lenguaje encriptado. Apoyos todos ellos en favor de una narratología que tiene por
labor central la asunción de la individualidad de la protagonista en un mar de
espejos y lugares embrujados, góticos si queremos. Sobre este
pronombre-personal-él, no sabremos demasiado hasta que aparezca en escena el
que será el último protagonista, Bedeutung, en lo que es la epifanía de la
novela, sino los desaires hacia Rune y su condición entre lo aparecido y lo desaparecido,
entre la existencia y la inexistencia, un vagar errante de velas y noche oscura
del alma. Estas dos dualidades serán principales a lo largo del texto y para
todos los personajes, que parecen revelarse sólo en tanto que son escritos –la
escritura es, entonces, creación, strictu sensu, incluso ante lo
multiforme–, y como huellas, otra idea fundamental de la obra.
Huellas
que lo son no para justificar los hechos o apuntar con el dedo al ahora
señalado, sino como forma de diálogo en las que se apoya Segovia para
configurar el gran logro del texto: la atmósfera. Densa y pesada sobre todo y
por otros menos ligera y grácil, es lo abierto del lenguaje en su
multiplicación de sentidos lo que abriga un aire en el que el lector puede
respirar, pese a la injusticia y el duelo que se viven en él y todas las veces
en las que querría tomar partido, bien para despertar a Rune de su dulce
pesadilla o directamente para sanarla de otra forma de sueño, que ya podemos llamar
“enfermedad”:
Hubiera querido volver a la cama entonces, volver a la enfermedad, pero las enfermedades no aparecen cuando se las desea, tampoco cuando se las teme, las enfermedades son hijas del misterio.
(pág. 85)
Aunque se habla de catatonia de forma explícita en varios
momentos a la hora de referirse a la enfermedad que parece padecer Rune, sumada
a otros episodios como el insomnio o el desorden alimenticio, todos ellos bajo
la perspectiva opresiva de la novela, que de alguna manera justifican dicha
convalecencia hasta elevarla a ficción, la verdadera enfermedad de Rune es su
“no saber, sabiendo”, esto es, una enfermedad del conocimiento. Ya que, de su
lado, sentimos que se curaría de saber qué pasa verdaderamente a su alrededor, en
ese cuarto de herramientas y en esa habitación, y en el jardín; y no de forma
estética sino sapiencial, como lo concibe la tradición mística.
Así, llegamos al corazón de la obra: las formas divinas.
Ángela había publicado anteriormente un libro maravilloso, literalmente
maravilloso y medieval, Amor divino (La Uña Rota, 2018), que veo muy
emparentado y como secuencialmente adscrito a este texto que aquí estamos
tratando de desentrañar. De hecho, la propia autora decía en una conversación
hace no demasiado tiempo que, de haber vivido en otro momento histórico,
hubiera sido alguno del trance medieval, “aunque, por favor, no especialmente
duro”. Y todo eso está también aquí, más compactado y como destilado por la voz
de una instancia divina que se encarna en un estilo sobrio y contenido, pero
hacia el corazón de las cosas. Ha sido también ésta una prioridad para la
autora en lírica, con el ejemplo más claro de Mi paese salvaje (La Uña
Rota, 2021), celebrado por los lectores y en año previo a la novela. En
cualquier caso, si anoto estos títulos aquí no es por ocupar espacio o para
nada, sino porque el camino literario llega en Las vitalidades a una discreta
cima, como ya llegó José Ángel Valente, cercano a la autora; y muy personal,
porque está escrita en un registro nuevo, o como repetía un profesor muy
querido de la universidad, Ángel García Galiano: “Adonde no se sabe hay que ir
por donde no se sabe”. Conociendo la trayectoria de Ángela, estoy seguro de que
este camino hacia lo que yo llamo “las formas divinas”, no es sino la
constatación de haber descubierto en lo inefable un camino de verdad literaria.
Palabras que provienen del enmudecimiento generado por la
profundidad de lo dado, esta novela bien podría no existir, o nacer callada: de
ahí su milagro y el milagro de Rune, que tiene también mucho de cárcel del alma
hasta su ambigua y nominal liberación. Y en esto, la contraposición
brillante con el mundo de los sentidos, que me recuerda a ese Libro 2, cap. 7,
de Ensayo sobre el entendimiento humano (1689) de John Locke, donde se
preguntaba, cuando una mano alcanza a tocar un trozo de hielo, dónde se
encuentra el frío: si en la mano, en el trozo de hielo o en algún lance
intermedio, cualidades primarias y secundarias. Los sentidos son fundamentales
en la novela, e incluso el sentido de la intuición lo es, porque marca las
acciones de la protagonista y también el movimiento danzante de los demás
habitantes de la casa y sus inmediaciones. Ya la metáfora de las vitalidades
que hemos entrevisto al comienzo es una declaración de intenciones de lo que
nos espera, y de lo más hermoso que tiene este texto es la conjugación de ese
mundo sensorial con el mundo netamente mental que subyace en cada rincón de la
historia, y que bien nos podrían llevar a Lacan, por poner un ejemplo.
Psicología y psicoanálisis, si queremos aportar otra
lectura. Porque ¿es lo mismo un hermano que un padre?, ¿un padre que un
compañero?, ¿un compañero que un amante? E incluso en clave feminista podemos también
hablar: ¿por qué es ella la castigada y quien siempre espera algo, y no este
pronombre-personal-él, tras el cual parece ir siempre detrás, además de las
sirvientas, circulares, y las risas de Bedeutung cuando Rune le saluda en
reverencia? Tal vez estemos extendiendo demasiado el hilo de este laberinto con
letras rojas, o será todo causa de la atmósfera a la que ya hemos aludido, pero
no es descabellado pensar en estas cuestiones, aunque sean generadas por el
estilo y la lengua que Ángela pone en funcionamiento a lo largo de la novela, y
entonces sean estos planteamientos causa del lenguaje y nada más, y no obsesión
de la trama. Sea como sea, el misterio fundante del texto abre todos estos
canales, con un valor caracterológico dado a los personajes que hace que se
parezcan más a ideas que a personajes-personas, paradojas de un G. K. Chesterton
que se pusiera a escribir fábulas o una Santa Teresa. Amplitud de sentidos que
no hacen sino enriquecer una lectura por capas, admirable.
La poeta torrencial y virtuosa que es Ángela Segovia
parece haberse propuesto para estas páginas un nuevo desafío, que es como ella,
creo yo, enfrenta cada nuevo libro: siendo otra y la misma. Es complejo
explicarlo, pero Las vitalidades es una novela que se emparenta al 100 %
con el imaginario de la autora –sabemos, por supuesto, que proviene de ella si
hemos leído su poesía con atención–, pero al mismo tiempo sentimos que parece
haberse propuesto escribir “narrativa”, sobre todo por los cortos fraseos y el cuidado
ritmo de la historia, que se ve claramente alterado hacia el segundo tercio:
Un
extraño apareció delante de nuestra puerta y se quedó allí, esperando a que
alguien lo recibiera. Me pregunté por dónde habría entrado en nuestros
dominios, quién le habría abierto el portón o si acaso había usado otra entrada
que yo desconocía.
(pág.
66)
Esta preciosa mezcla,
el reconocer un imaginario ya consolidado y hacer chocar las expectativas de un
acercamiento a la prosa, es enigmático. Algo difícil de lograr tratándose de
registros diferentes, aunque la autora nunca haya marcado pautas demasiado
claras entre géneros, haciendo síntesis de ellos en diferentes libros a lo
largo de su periplo. Es como decir: “Sí, esto es de Ángela Segovia”, y al
mismo tiempo no. Y volviendo al extraño, es como decir: “No me extraña nada este
texto de los cielos”.
La extranjería. Tanto este personaje, que será Bedeutung,
actuando como el Hermes mensajero, como Rune en su puzle, como los coros,
parecen ser extranjeros en su propia tierra, la única que conocen; o tal vez,
marcados por su propia fatalidad, se elevan hasta la categoría de extranjeros
en su propio espacio liminar. Esta condición de estar fuera de aporta
innumerables cualidades a la novela, en tanto que crean un espacio aparte hasta
conducirnos a la fantasía, tan cruda como tierna. La sensibilidad salva a todos
los personajes de lo que son, esa es su puerta de salida al drama que viven,
aislados y sólo conocedores de una realidad que es pequeña para el lector pero
inmensa para sus protagonistas, en tanto que marca su cotidianeidad, su tempo
dentro de la historia.
Relacionado con esta condición, llegamos a otro de los
pilares del texto: el silencio. Con ecos de la Carta de Lord Chandos, de
Hugo von Hofmannsthal, la narración en conjunto se mueve entre ese decir o no
decir, entre el silencio y la enunciación:
También
perdí la capacidad de movimiento y la capacidad de memoria. Cuando quería decir
una palabra esa palabra desaparecía. Si quería decir una frase sólo recordaba
las palabras más cortas de la frase, es decir las que sirven para conectar las
palabras importantes, y las palabras importantes desaparecían en mi interior,
como si mi interior tuviera pozos. Pero luego salían otras palabras, otras que
no eran requeridas por mí, y salían cuando no intentaba decir nada.
(pág. 54)
Concepto que conecta lo
personal y privado con nuestra manera de estrechar lazos, el silencio es, aunque
parezca imposible, la forma en la que se apoyan los personajes de la novela
para mezclarse entre sí. Y no podemos decir que también lo es para la forma en
que se relacionan con el mundo, porque, como ya hemos intuido, el universo que
presenta la novela, la realidad que condiciona las relaciones entre los personajes,
está como clausurado, en un intento por acopiar el máximo sentido posible hasta
lo cóncavo, no lo convexo. No en vano, Rune tiene un espejo oval que le sirve
para examinarse, pero es fácil dictaminar que quien allí se ve reflejada no es
sino una figura silenciosa, reflejo puesto a estudio, porque Rune, pese a la
mudez impuesta, anhela ante todo el examen de sí misma, la perfección de sus
acciones, el adiós de una dominación (in)consciente.
Otro tema es la muerte, o la muerte como arcana, en tanto
que transformación y nuevo nacimiento, y que veremos acontecer hacia el final
de la novela, en uno de los pocos diálogos que brinda la historia, o al menos
de forma más directa fuera de Rune:
¿Sabéis qué deseo ha pedido el niño?
Que todo desaparezca.
Que todo desaparezca.
No, no es posible.
Sin duda es posible, ya desde
entonces.
Pero hay un bebé. Y el bebé aparece.
(págs.
98-99)
Porque, hasta aquí, podría esta escritura tener que ver también con Pedro Páramo, de Rulfo, o con la crítica que subyace a Las almas muertas, de Gógol, suerte de preámbulo de aquél, o con Thomas el oscuro, un rodeo filosófico sobresaliente de Blanchot, sólo que, ya lo hemos dicho, con una ternura que hace de la tragedia de Rune una vida esplendorosa que está por nacer. La muerte ocupa un lugar primordial en la poética de Ángela Segovia, podemos decirlo publicado lo publicado ya en pleno 2025, pero el tratamiento que hace de ella, en parte gracias al lenguaje que la recorre, tierno y desprendido, rico en sonido y tacto, la saca de su propia tragedia, hasta la convivencia. Esa convivencia con la muerte en tanto que opuesta –pero complementaria– a la vida, es tal vez la clave de fondo de este texto, y de su poderoso instante como autora. Como el misterio conviviendo con la literalidad, lo espectacular con lo íntimo, y así más pares.
En conclusión, Las vitalidades es un claro ejemplo
de cómo el lenguaje poético puede enmarañar –en el mejor sentido, esto es, como
lo haría un niño una mañana cualquiera al despertar de la noche– el lenguaje
narrativo, y así dar lugar a un nuevo espacio aún por transitar, en este caso,
el del futuro de la poeta abulense dentro de una gramática nueva en la que se
adentra con gran elegancia, y sin perder la conexión con su obra en marcha en
diferentes entregas, cada vez más reconocida y amparada por la crítica. Yo,
personalmente, he releído este texto tan dulce como amargo que adquirí nada más
saliera en el año 2022 para realizar este pequeño acercamiento crítico y así
abrazar con gratitud la entrega de Ángela, y ya entonces y ahora es bello saber
que hay alguien ahí confiando y creyendo en el valor transformador de la
literatura, y que algunos hemos seguido desde sus inicios. Esta pasión, en este
libro o esta vez personificada en la figura de Rune y su cosmogonía particular,
que va de los castillos a las telarañas, de los objetos a los encantamientos, de
los árboles con corazón al corazón de los enigmas, continúa en su plasmación
final una serie de preguntas esenciales a toda literatura de altura y que la
autora tiene el valor de encarar y acometer. Gestos pequeños pero grandiosos,
que diría en invierno Robert Walser. Como este libro, que cabe en una mano y
que parece frágil, pero que se rebela como forma de insumisión. Una forma de
seguir, todavía, escribiendo.