3 de enero de 2025

CIMA DEL CANTO: 'Las vitalidades', una novela de Ángela Segovia

 


Todo es vinculante, y todo es un tratado sobre la (in)comunicación y el misterio familiar en Las vitalidades (La Uña Rota, 2022), o pieza que se puede considerar como la primera novela de Ángela Segovia, autora de peso nacida en Las Navas del Marqués en 1987. Todo son afectos, y todo es la mirada, decíamos, en este pasaje metafísico, que viene a prosperar el acercamiento a la espiritualidad que, de forma más urgente, la autora ha trabajado dentro de la poesía, su género o asidero principal y que además ha hecho por ensanchar gracias a su conocimiento de la literatura latinoamericana. Herencia que no encontramos tanto aquí, sino a Kafka –homenajeado–, el embrujo palaciego europeo o las casas abandonadas a las afueras de toda geografía, desde donde se contempla la naturaleza sin intención de absorberla porque ya su propia materialidad es fantasmagórica; o también un estudio de los topoi con recursos lógicos y textuales que dan lugar a un tiempo narrativo suspendido y que se oblitera hacia sí, psicología y escritura visible-invisible con frases leves e imágenes imborrables. Sí: un estilo depurado en esquejes y una densidad de la trama; y sí a encontrar la magia contra el poder, que se manifiesta de diferentes formas, conocidas o desconocidas, patentes o intuidas, etc., a lo largo de las cien páginas que constituyen este canto a la búsqueda de lo esencial.

            Empecemos por la metáfora principal: las vitalidades. Con un pie en la sinestesia y otro en el destino, la vitalidad viene a ser el alma que ocupa las cosas en el espacio y su interrelación sensible, y que va del dorado al negro en calidad descendente; un don o una forma lateral de llamar a las cosas por su propio nombre en tanto que nos impresionan, dialogantes con nosotros. Así, un pozo o un bosque oscuro pueden encarnar una vitalidad distinta a la de un gato o un collar, todos ellos elementos arquetípicos de la novela:

Al principio aprendí a distinguir por el tipo de vitalidad. Es decir, una vitalidad tenía un color, o bien tenía varios, y tenía una textura, a veces un paisaje, a veces un borrón, a veces un olor, luego se concretaba con palabras. Yo notaba la vitalidad de todas las cosas, aunque fueran pequeñas.

(pág. 11)

Y es que Rune la protagónica, la de los lirios observados y la habitación con vistas y sin visitas, distingue sensaciones claramente entre las cosas vivas e inertes, encarnando por último la paradoja de no acertar demasiado sobre ella misma, ni sobre los que la rodean, aunque la autora, claroscuramente, sí parezca saber qué le espera en este libro, y después. En este sentido, los lectores logran ver lo que Rune no ve; o tampoco, pues las páginas finales son una ventana abierta de dos carillas después de lo que debería haber sido el final: la propia existencia de Rune la soñada, de Rune la salvífica, de Rune la que se ampara en Santa Agnes y camina pasillos y reza a lo prohibido y añora (el) saber.

            Vayamos por partes. Hay en Rune soledad a manos llenas, también dos doncellas (las Mirtas), una intermediaria que se llama Poli, con cierta autoridad sobre la casa tomada, un gato, objetos llenos de vida o directamente símbolos y luego él, que sólo sabe de libros, pero también de ausencias, y de señales a Rune, lenguaje encriptado. Apoyos todos ellos en favor de una narratología que tiene por labor central la asunción de la individualidad de la protagonista en un mar de espejos y lugares embrujados, góticos si queremos. Sobre este pronombre-personal-él, no sabremos demasiado hasta que aparezca en escena el que será el último protagonista, Bedeutung, en lo que es la epifanía de la novela, sino los desaires hacia Rune y su condición entre lo aparecido y lo desaparecido, entre la existencia y la inexistencia, un vagar errante de velas y noche oscura del alma. Estas dos dualidades serán principales a lo largo del texto y para todos los personajes, que parecen revelarse sólo en tanto que son escritos –la escritura es, entonces, creación, strictu sensu, incluso ante lo multiforme–, y como huellas, otra idea fundamental de la obra.

            Huellas que lo son no para justificar los hechos o apuntar con el dedo al ahora señalado, sino como forma de diálogo en las que se apoya Segovia para configurar el gran logro del texto: la atmósfera. Densa y pesada sobre todo y por otros menos ligera y grácil, es lo abierto del lenguaje en su multiplicación de sentidos lo que abriga un aire en el que el lector puede respirar, pese a la injusticia y el duelo que se viven en él y todas las veces en las que querría tomar partido, bien para despertar a Rune de su dulce pesadilla o directamente para sanarla de otra forma de sueño, que ya podemos llamar “enfermedad”:

Hubiera querido volver a la cama entonces, volver a la enfermedad, pero las enfermedades no aparecen cuando se las desea, tampoco cuando se las teme, las enfermedades son hijas del misterio.

(pág. 85)

Aunque se habla de catatonia de forma explícita en varios momentos a la hora de referirse a la enfermedad que parece padecer Rune, sumada a otros episodios como el insomnio o el desorden alimenticio, todos ellos bajo la perspectiva opresiva de la novela, que de alguna manera justifican dicha convalecencia hasta elevarla a ficción, la verdadera enfermedad de Rune es su “no saber, sabiendo”, esto es, una enfermedad del conocimiento. Ya que, de su lado, sentimos que se curaría de saber qué pasa verdaderamente a su alrededor, en ese cuarto de herramientas y en esa habitación, y en el jardín; y no de forma estética sino sapiencial, como lo concibe la tradición mística.

            Así, llegamos al corazón de la obra: las formas divinas. Ángela había publicado anteriormente un libro maravilloso, literalmente maravilloso y medieval, Amor divino (La Uña Rota, 2018), que veo muy emparentado y como secuencialmente adscrito a este texto que aquí estamos tratando de desentrañar. De hecho, la propia autora decía en una conversación hace no demasiado tiempo que, de haber vivido en otro momento histórico, hubiera sido alguno del trance medieval, “aunque, por favor, no especialmente duro”. Y todo eso está también aquí, más compactado y como destilado por la voz de una instancia divina que se encarna en un estilo sobrio y contenido, pero hacia el corazón de las cosas. Ha sido también ésta una prioridad para la autora en lírica, con el ejemplo más claro de Mi paese salvaje (La Uña Rota, 2021), celebrado por los lectores y en año previo a la novela. En cualquier caso, si anoto estos títulos aquí no es por ocupar espacio o para nada, sino porque el camino literario llega en Las vitalidades a una discreta cima, como ya llegó José Ángel Valente, cercano a la autora; y muy personal, porque está escrita en un registro nuevo, o como repetía un profesor muy querido de la universidad, Ángel García Galiano: “Adonde no se sabe hay que ir por donde no se sabe”. Conociendo la trayectoria de Ángela, estoy seguro de que este camino hacia lo que yo llamo “las formas divinas”, no es sino la constatación de haber descubierto en lo inefable un camino de verdad literaria.

            Palabras que provienen del enmudecimiento generado por la profundidad de lo dado, esta novela bien podría no existir, o nacer callada: de ahí su milagro y el milagro de Rune, que tiene también mucho de cárcel del alma hasta su ambigua y nominal liberación. Y en esto, la contraposición brillante con el mundo de los sentidos, que me recuerda a ese Libro 2, cap. 7, de Ensayo sobre el entendimiento humano (1689) de John Locke, donde se preguntaba, cuando una mano alcanza a tocar un trozo de hielo, dónde se encuentra el frío: si en la mano, en el trozo de hielo o en algún lance intermedio, cualidades primarias y secundarias. Los sentidos son fundamentales en la novela, e incluso el sentido de la intuición lo es, porque marca las acciones de la protagonista y también el movimiento danzante de los demás habitantes de la casa y sus inmediaciones. Ya la metáfora de las vitalidades que hemos entrevisto al comienzo es una declaración de intenciones de lo que nos espera, y de lo más hermoso que tiene este texto es la conjugación de ese mundo sensorial con el mundo netamente mental que subyace en cada rincón de la historia, y que bien nos podrían llevar a Lacan, por poner un ejemplo.

            Psicología y psicoanálisis, si queremos aportar otra lectura. Porque ¿es lo mismo un hermano que un padre?, ¿un padre que un compañero?, ¿un compañero que un amante? E incluso en clave feminista podemos también hablar: ¿por qué es ella la castigada y quien siempre espera algo, y no este pronombre-personal-él, tras el cual parece ir siempre detrás, además de las sirvientas, circulares, y las risas de Bedeutung cuando Rune le saluda en reverencia? Tal vez estemos extendiendo demasiado el hilo de este laberinto con letras rojas, o será todo causa de la atmósfera a la que ya hemos aludido, pero no es descabellado pensar en estas cuestiones, aunque sean generadas por el estilo y la lengua que Ángela pone en funcionamiento a lo largo de la novela, y entonces sean estos planteamientos causa del lenguaje y nada más, y no obsesión de la trama. Sea como sea, el misterio fundante del texto abre todos estos canales, con un valor caracterológico dado a los personajes que hace que se parezcan más a ideas que a personajes-personas, paradojas de un G. K. Chesterton que se pusiera a escribir fábulas o una Santa Teresa. Amplitud de sentidos que no hacen sino enriquecer una lectura por capas, admirable.

            La poeta torrencial y virtuosa que es Ángela Segovia parece haberse propuesto para estas páginas un nuevo desafío, que es como ella, creo yo, enfrenta cada nuevo libro: siendo otra y la misma. Es complejo explicarlo, pero Las vitalidades es una novela que se emparenta al 100 % con el imaginario de la autora –sabemos, por supuesto, que proviene de ella si hemos leído su poesía con atención–, pero al mismo tiempo sentimos que parece haberse propuesto escribir “narrativa”, sobre todo por los cortos fraseos y el cuidado ritmo de la historia, que se ve claramente alterado hacia el segundo tercio:

Un extraño apareció delante de nuestra puerta y se quedó allí, esperando a que alguien lo recibiera. Me pregunté por dónde habría entrado en nuestros dominios, quién le habría abierto el portón o si acaso había usado otra entrada que yo desconocía.

(pág. 66)

Esta preciosa mezcla, el reconocer un imaginario ya consolidado y hacer chocar las expectativas de un acercamiento a la prosa, es enigmático. Algo difícil de lograr tratándose de registros diferentes, aunque la autora nunca haya marcado pautas demasiado claras entre géneros, haciendo síntesis de ellos en diferentes libros a lo largo de su periplo. Es como decir: “Sí, esto es de Ángela Segovia”, y al mismo tiempo no. Y volviendo al extraño, es como decir: “No me extraña nada este texto de los cielos”.

            La extranjería. Tanto este personaje, que será Bedeutung, actuando como el Hermes mensajero, como Rune en su puzle, como los coros, parecen ser extranjeros en su propia tierra, la única que conocen; o tal vez, marcados por su propia fatalidad, se elevan hasta la categoría de extranjeros en su propio espacio liminar. Esta condición de estar fuera de aporta innumerables cualidades a la novela, en tanto que crean un espacio aparte hasta conducirnos a la fantasía, tan cruda como tierna. La sensibilidad salva a todos los personajes de lo que son, esa es su puerta de salida al drama que viven, aislados y sólo conocedores de una realidad que es pequeña para el lector pero inmensa para sus protagonistas, en tanto que marca su cotidianeidad, su tempo dentro de la historia.

            Relacionado con esta condición, llegamos a otro de los pilares del texto: el silencio. Con ecos de la Carta de Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal, la narración en conjunto se mueve entre ese decir o no decir, entre el silencio y la enunciación:

También perdí la capacidad de movimiento y la capacidad de memoria. Cuando quería decir una palabra esa palabra desaparecía. Si quería decir una frase sólo recordaba las palabras más cortas de la frase, es decir las que sirven para conectar las palabras importantes, y las palabras importantes desaparecían en mi interior, como si mi interior tuviera pozos. Pero luego salían otras palabras, otras que no eran requeridas por mí, y salían cuando no intentaba decir nada.

(pág. 54) 

Concepto que conecta lo personal y privado con nuestra manera de estrechar lazos, el silencio es, aunque parezca imposible, la forma en la que se apoyan los personajes de la novela para mezclarse entre sí. Y no podemos decir que también lo es para la forma en que se relacionan con el mundo, porque, como ya hemos intuido, el universo que presenta la novela, la realidad que condiciona las relaciones entre los personajes, está como clausurado, en un intento por acopiar el máximo sentido posible hasta lo cóncavo, no lo convexo. No en vano, Rune tiene un espejo oval que le sirve para examinarse, pero es fácil dictaminar que quien allí se ve reflejada no es sino una figura silenciosa, reflejo puesto a estudio, porque Rune, pese a la mudez impuesta, anhela ante todo el examen de sí misma, la perfección de sus acciones, el adiós de una dominación (in)consciente.

            Otro tema es la muerte, o la muerte como arcana, en tanto que transformación y nuevo nacimiento, y que veremos acontecer hacia el final de la novela, en uno de los pocos diálogos que brinda la historia, o al menos de forma más directa fuera de Rune:

        ¿Sabéis qué deseo ha pedido el niño?

             Que todo desaparezca.

             Que todo desaparezca.

             No, no es posible.

             Sin duda es posible, ya desde entonces.

             Pero hay un bebé. Y el bebé aparece.

                           (págs. 98-99)

Porque, hasta aquí, podría esta escritura tener que ver también con Pedro Páramo, de Rulfo, o con la crítica que subyace a Las almas muertas, de Gógol, suerte de preámbulo de aquél, o con Thomas el oscuro, un rodeo filosófico sobresaliente de Blanchot, sólo que, ya lo hemos dicho, con una ternura que hace de la tragedia de Rune una vida esplendorosa que está por nacer. La muerte ocupa un lugar primordial en la poética de Ángela Segovia, podemos decirlo publicado lo publicado ya en pleno 2025, pero el tratamiento que hace de ella, en parte gracias al lenguaje que la recorre, tierno y desprendido, rico en sonido y tacto, la saca de su propia tragedia, hasta la convivencia. Esa convivencia con la muerte en tanto que opuesta –pero complementaria– a la vida, es tal vez la clave de fondo de este texto, y de su poderoso instante como autora. Como el misterio conviviendo con la literalidad, lo espectacular con lo íntimo, y así más pares.

            En conclusión, Las vitalidades es un claro ejemplo de cómo el lenguaje poético puede enmarañar –en el mejor sentido, esto es, como lo haría un niño una mañana cualquiera al despertar de la noche– el lenguaje narrativo, y así dar lugar a un nuevo espacio aún por transitar, en este caso, el del futuro de la poeta abulense dentro de una gramática nueva en la que se adentra con gran elegancia, y sin perder la conexión con su obra en marcha en diferentes entregas, cada vez más reconocida y amparada por la crítica. Yo, personalmente, he releído este texto tan dulce como amargo que adquirí nada más saliera en el año 2022 para realizar este pequeño acercamiento crítico y así abrazar con gratitud la entrega de Ángela, y ya entonces y ahora es bello saber que hay alguien ahí confiando y creyendo en el valor transformador de la literatura, y que algunos hemos seguido desde sus inicios. Esta pasión, en este libro o esta vez personificada en la figura de Rune y su cosmogonía particular, que va de los castillos a las telarañas, de los objetos a los encantamientos, de los árboles con corazón al corazón de los enigmas, continúa en su plasmación final una serie de preguntas esenciales a toda literatura de altura y que la autora tiene el valor de encarar y acometer. Gestos pequeños pero grandiosos, que diría en invierno Robert Walser. Como este libro, que cabe en una mano y que parece frágil, pero que se rebela como forma de insumisión. Una forma de seguir, todavía, escribiendo.