7 de enero de 2025

LA REINVENCIÓN DE LA FOTOGRAFÍA POSTMODERNA A PARTIR DE LA ESCULTURA: Auguste Rodin y Robert Mapplethorpe

 

En un tiempo en el que atesoramos, como espectadores y ciudadanos, más cultura visual que nunca, diré, esta vez desde mi educación sentimental, que llegué a la obra de Robert Mapplethorpe gracias a su amiga y amante Patti Smith y su libro Just Kids, que me prestó una compañera de piso, y a Auguste Rodin, debido a Camille Claudel, hermana perfecta de Paul Claudel, diplomático y escritor de temas elevados que fue también autor de un histórico prólogo a la obra de Arthur Rimbaud, mi poeta de cabecera, esto es, un círculo entero que nos devuelve a la autora de Horses y, por tanto, cierra una lógica que sitúo en el albor de este ensayo a modo justificativo. O afectivo, porque desde entonces la obra de Mapplethorpe, también por mi práctica con la fotografía, fue determinante en unos años –2014-2015– donde aprendí lo que era el lenguaje fotográfico con Matías Costa o Jerónimo Álvarez en la Escuela TAI; y respecto a Rodin, estudiado más en profundidad gracias a las clases de Vicente Alemany, el haber sido un descubrimiento más allá del imaginario democrático que hace que le conozcamos casi todos, sea por pensar o sea por hablar de un escultor canónico si se nos pregunta, escultor como mi amigo Mikel Escobales Castro; más la noción de carnalidad, presente tanto en Mapplethorpe como en Rodin hasta ser el centro gravitatorio de sus trabajos, y que me guardo ya para siempre.

                              A. R. y C. C.                                                          R. M. y P. S.

            Empecemos por ahí, empecemos por los cuerpos, empecemos por el principio. ¿Qué es esta revolución de hallar en un trozo de piedra o el mármol o en bronce, con una visceralidad y una pasión releídas hacia el avance desde la Italia de las simetrías, cuerpos reales que podemos tocar y a los que sólo les falta hablar, o besarnos, porque todo es máxima plasticidad? Y en el caso de Mapplethorpe: ¿cómo se puede revisar tan bien la historia de la escultura desde un arte más nuevo, la fotografía, pero preso de la realidad, en el que las cosas ya se extienden sencillamente como reales en términos de materialidad y decir “muerte”, “memoria”, “momento”, es más difícil que en lo metafórico de la escultura? Dos ópticas y el mismo destino, las enseñanzas de la experiencia visual de ambos nos desnudan, para que nos reflejemos de manera más real que lo real, es decir, con una armonía que abriga lo humano y las imperfecciones de la existencia, y donde la obra, aunque más terminada en Mapplethorpe que en Rodin seguramente a causa de la minuciosidad de aquél por la técnica que manejaba, nos emociona, vital y estéticamente.

                             Andrómeda (1886), de A. R.                             Donald Cann (1982), de R. M.

             Los paralelismos son constantes entre ambos, como la obsesión es una constante en el alma o motor de los artistas. Y aunque en la escultura podamos entrar, o al menos podemos rodear las obras frente al muro –o póster, que diríamos con Benjamin y Warhol ya entrado el primer cuarto del siglo XXI– que puede llegar a ser también una fotografía, las imágenes pueden salir también de su marco. En todo momento, ante el trabajo de ambos, los cuerpos –y también otros motivos, como veremos en Mapplethorpe, esta vez inertes, flores o formas vegetales ya en Blossfeldt y Cunningham y Weston y hoy en las campañas publicitarias de la marca Loewe, pero nuevamente insuflados de vida– parecen transportarse y llegar a nosotros en alto camino. En esta dirección, es paradójico que para los escultores la fotografía sea determinante en tanto que registro de la obra, y por tanto se escoja muy bien qué perspectiva adoptar y en qué zona situarse; asimismo, en la fotografía como arte, ya los impresionistas como Degas se dieron cuenta de que era una opción viva, pese a que sitúe el tempo-tiempo con más determinación que ante una escultura que podemos señorear, a la que nos podemos acercar, dar la espalda o incluso tocar. La herencia es ineludible por parte de Mapplethorpe hacia el primero, y por parte de Rodin la herencia es con la reinvención de un arte que él mismo (re)inaugura, aunque ahí estuvieran Donatello o Miguel Ángel. Sería una buena pregunta que hacerse si los acabados de Mapplethorpe son debidos a la mera téchne de su medio artístico y también llevar la reflexión al límite para cuestionarnos qué escultor hubiera sido de no haber adquirido Sam Wagstaff, su mentor y mecenas, una Hasselblad de formato medio cuando se iniciaba en la práctica fotográfica allá por los años 70; o si, pese al medio, hubiera sido como ese autor de “inacabados” que la crítica adujo en relación al padre de la escultura moderna: Rodin, que, como todo gran artista, reconsideró el concepto de mímesis. Concepto, ya lo hemos dejado claro, básico o de cierre-de-filas en fotografía.

            Llegamos así a una cuestión central: la representación. Para Rodin la vida está hecha psicológicamente, pero está por hacer en su fisicidad; y en Mapplethorpe, la vida, la bronca y extenuante vida quiere, anhela, desea (re)hacerse. A este respecto, podríamos quejarnos y decirle al que está a nuestro lado en la sala de exposición dónde demonios está la imaginación, una clave en falta en los autores de corte realista o figurativo, pero es que hasta en esa cuestión ambos autores nos iluminan con creces a razón de sus decisiones y de sus enfoques. Torsos, muslos y manos nos recuerdan que recuperemos lo háptico en el caso de Rodin; y para Mapplethorpe será basal otra idea: la postura, o más allá, la escena, que en muchos casos alberga un contenido simbólico. Dramaturgia, la forma en que se disponen los elementos rebosa movimiento, una danza que saca de su fijación a las formas mentales que soñaban con abrirse; y a los elegidos que sirvieron de modelos, con los actores de un hecho ahora coral y emocionante. He ahí parte de la originalidad que inaugura cada uno a su modo, tan representativa de sus imaginarios.


                                                   Embrace (1982), de R. M.                    L’Éternel Printemps (1884), de A. R.

            Hay otro factor temático determinante en el devenir tanto de Rodin como de Mapplethorpe, y que es inherente a sus obras: el erotismo, que George Bataille, teórico fundamental al respecto, relacionara como la capacidad diferencial respecto a los animales que los seres humanos acogen y que puede darse sin vistas a la reproducción; al margen de su relación con la muerte, en tanto que el hecho sexual, los placeres y los ritos que acaecen entre dos cuerpos, son continuidad dentro de la discontinuidad de lo finito. Un erotismo que, para nuestro caso, engrandece y apunta a la belleza de las criaturas que ambos retratan o recrean, en tanto que indagación de lo visible –aunque su origen sea interior, esto es, un modelado o una idea hasta que ésta se erige– y que funciona de forma psicológica, como mecanismo o práctica, cuando estamos ante sus trabajos, ya que remarcan el limbo entre lo hecho y por hacer, lo ideal y lo material, el proceso, etc.

            Si tenemos que aludir al marco histórico en el que se mueve e involucra cada artista, con poco más de un siglo de diferencia entre el nacimiento de ambos, y con Rodin en París y Mapplethorpe en Nueva York, esto es, un paso que va de los salones decimonónicos al Chelsea Hotel como emplazamientos de un arte en construcción, sigue sin haber una fractura en lo que es el centro común que comparten ambos artistas y al que ya hemos aludido: el sentido del tacto. Es paradójico, en cualquier caso, que más o menos a la mitad de esa distancia que los vio nacer, aquél en 1840 y éste en 1946, se encuentren las revolucionarias vanguardias históricas, que habrán de reconfigurar la historia del arte y de las que aún bebemos, vaso que no acaba de acabarse.  Tanto París como Nueva York han sido, históricamente, centros capitales del arte mundial, y en pugna; y el par lo sigue siendo hoy en día, tal vez junto con Londres. Del cubismo anotado por Apollinaire que ya vio su antecedente en Cézanne al expresionismo abstracto americano del chamán Jackson Pollock, había quienes también abogaron por la descentralización de los enclaves artísticos, o Fluxus, de espíritu niño y dadaísta. Con todo, y pese a que Londres esconda hacia afuera la galería Serpentine en mitad de Hyde Park, o mucho más, podemos decir que el dúo París-Nueva York sigue siendo efectivo a día de hoy, y más con la salida de Londres de la UE. Y también podemos afirmar que las vanguardias históricas absorbieron el trabajo de Rodin, también por su actitud en el estudio, à la Brancusi o à la Mélies; y se apoyó en ellas Mapplethorpe, que vivió los años 60 de un Nueva York cosmopolita y bohemio y de mucho diálogo afín. Al fin, reina otra clave esencial: el artista como obra de arte, arte rebasado por la propia vida vivida y que era el ideal vanguardista, la del hombre nuevo en relación a un concepto de progreso ahora ensanchado y encarnado.

 

                               A. R. en su estudio                                  Chelsea Hotel (1965)

Un movimiento paradójicamente contrario a la vanguardia y al que Mapplethorpe responde, y que nos sirve para ilustrar el trabajo del fotógrafo, es el llamado f/64, nacido en los Estados Unidos en los años 30, y cuyo nombre es ya metáfora de su poética: nitidez, claridad, realismo. Unas coordenadas que, aunque podemos decir que el propio Mapplethorpe compartía en tanto que sus obras se nos muestran como muy detalladas, finalmente se saldrá de dichas líneas comparativas por el imaginario metafórico y literario que enmarca su trabajo y, sobremanera, por lo arriesgado de algunas de sus decisiones como hacedor de imágenes. De hecho, con quien sí podemos ver paralelismos en este último aspecto es con Brassaï (1899-1984), sobre todo en lo relativo a los encuadres y cortes, arriesgados como un poeta a la hora de hacer encabalgamientos para elaborar su ritmo; o forzando un poco más la máquina, con el revolucionario László Moholy-Nagy, que teorizó en el contexto de la Bauhaus alemana y hablaba de “una nueva visión”. Y es que los retratos de Mapplethorpe, supeditados o no a la fórmula del 6x6 o a otros formatos, son verdaderos escenarios, donde el/lo retratado es alquimia y magia.


                                           A Monastic Brothel (1931), de B.           Untitled (1928), de L. M.-N.

             Las formas, las malditas formas. Al margen del afán documental e histórico que supone el retrato como género y que va de Velázquez a Ingres, serán las formas quienes marquen la diferencia, un hecho que se consolida sobremanera en el ataque a la escultura hasta su generación. Analizando retrospectivamente la obra de Mapplethorpe, atendemos a una simbiosis de los contrarios, a una gracilidad en las poses y a escenarios formalmente formales, que de alguna manera centran al sujeto, sin que eso signifique aislarlo. Espacio o contenedor que alberga ideas, las formas vendrían a ser la reunión o síntesis de lo esclarecido, en tanto que resumen de lo que sucede en una imagen dada; y en el caso de la escultura, esa forma es el oficio, las herramientas y el instante en que se dice “ya basta”. Y esto ya está en Malévich, y en Kandinsky, y más tardíamente en Hilma af Klint, si damos al un salto a la pintura (un salto, huelga decir, que vendría a ser el punto de encuentro entre la escultura y la fotografía, entre Rodin y Mapplethorpe, y todo así). Porque en la pintura también hay retratistas natos y deudores de la figuración y sus quimeras, y que también fueron artistas de estudio, como Francis Bacon, que vino a hacernos pensar en la carne, pero también en la imposibilidad de la carne, o en su desfiguración; una manera de tratar a los cuerpos sin miedo a los fantasmas que los rondan, y que acabarán por reconfigurarse en presencias monstruosas, fragmentadas.

Tres estudios para una crucifixión (1962), de F. B.

             En resumen, la belleza. Una que como el Dios de G. K. Chesterton abriga el bien y el mal, lo acabado y lo inacabado, lo cerrado y lo abierto; y que los dos autores a los que nos estamos acercando aquí-y-ahora buscaron fervientemente en maniobras como soluciones, mentales y actuadas, hasta dar lugar a una obra perdurable. La misma que hoy ocupa lugares públicos, como le sucede a Rodin; o es parte de las colecciones de grandes museos como el MoMA, en el caso de Mapplethorpe. Obra de obras que transitaron tiempos clave de la historia del arte, y a las que les deben mucho como marcos configuradores, porque los artistas siempre están insertos en un instante, sea éste más ceñido o cenital, más pasajero o en fortaleza; y que nos sirven para explicar también que, como pasa-pasará con el arte del siglo XXI, la intertextualidad es la clave de bóveda del hacer de los artistas y así será a medida que la producción artística siga creciendo, aunque no podamos obviar que haya rarezas como las que reunió Hans Prinzhorn en un libro inolvidable para Paul Éluard y del que se sirvió Jean Dubuffet para refundar Lausanne. Esta es la reinvención de la fotografía a partir de la escultura que llevó a cabo el bueno de Mapplethorpe en deuda con Rodin (y también con otros, como hemos anotado). Una relectura que centra sus esfuerzos en la expresividad que Mapplethorpe buscó y encontró y que Rodin había llamado ya “movimiento”, y que los reúne en igual mesa para virtud de todos. Todos nosotros, los herederos de un hacer técnico y pasional a partes iguales.

            Así, llegamos al final, claro camino y camino claro, e identificando ya claramente de quién es el trabajo de cada quién sin notas al pie, pese a sus diferencias o matices. El escultor animó la vida, y el fotógrafo la situó. Queda terminar con la espera de la sensualidad, para ser devueltos a la existencia de forma mejor. Gesto y perfección, roca dura y cosa aún-por-hacer. ¿Quién no quisiera estar aquí? ¿Qué deseo falta? Ninguno, porque el esplendor de estos artistas viene a retomar la idea de un arte apolíneo y dionisíaco, si empleamos la jerga de Nietzsche, a partes iguales. El equilibrio más difícil, la tentativa última. Y sin mascaradas, como pasa cuando uno visita Atenas en 2025 y se pierde por los mercados de Monastiraki. Con ojos y manos que no se esconden, y que no producen: crean. O creaban, todavía, cuando crear era posible. Ya sea desde un bloque o con afiladísima atención, sinónimo máximo del milagro. Me voy a dar una vuelta. Encontré, en estos dos, un arte que pudiéramos amar. Gracias, muchas gracias.