Yo utilizo la física. Él la fabrica. Yo llego
a la Luna en proyectil de cañón, no hay en ello ninguna superchería. Él se va a
Marte en una astronave que ha construido con un metal para el que no cuentan las
Leyes de la Gravedad. Todo esto es muy bonito, pero que me enseñe este metal,
que lo produzca.
JULIO VERNE tras la lectura de The First
Men in the Moon (1901), de H. G. WELLS
Decidí abandonar la fábrica por un periodo de
seis meses, un tiempo que según los médicos era de sobra suficiente para mi
recuperación. Mi problema era de carácter anímico. Llevaba diecinueve años
trabajando entre sustancias tóxicas y maquinaria de grado 3, en el Centro. En
ese arco, había presenciado amputaciones de extremidades y voces perseguidoras
entre mis compañeros. Teníamos el sueldo más alto del país, por si alguien se
preguntara qué hacíamos allí. Y cuidaban de nuestras familias con llamadas
telefónicas diarias y comida a domicilio que preparaban en el Anexo 100. No sé si
todo eso es suficiente para explicar mi dependencia. En cualquier caso, como
digo, viajé a la costa, estableciéndome en un pequeño pueblo casi deshabitado
con una única tienda de menesteres y otra fábrica, esta vez en desuso, que en
sus años de bonanza producía alcoholes destilados.
Las
mañanas eran ricas en luz y gatos de monte, y las tardes eran empleadas por las
vecinas para realizar gestiones en las aldeas aledañas, a las que se accedía
solo con motocicleta. En este sentido, era virtuoso contemplar a las abuelas
del pueblo con las faldas levantadas por las cuestas de arenisca no siempre
ayudadas por jóvenes. De hecho, el primer día que llegué, ya vi a una mujer
transportar butano no sé bien aún de qué manera con setenta u ochenta años con
una cuerda atada a su espalda. Solo había un hombre en el pueblo, o dos si
cuento en alza la extrema historia de Jacinto Robles, razón por la que llamaban
a este emplazamiento «Lagar de las Viudas». También había mujeres jóvenes y
saludables que pisaban la uva, pero ya digo: no había hombres a excepción del viejo
farero y del hombre Jacinto, que okupaba una casa en construcción. Yo
desconocía esta situación antes de llegar aquí, y hasta muy avanzada mi
estancia no supe que, aunque por supuesto había mujeres jóvenes en el pueblo,
estas provenían de las ciudades medianas de alrededor, en las que habían dejado
a sus padres varones por una suerte de pacto. Lagar de las Viudas era sinónimo
de matriarcado y futuro social en una sociedad hostil con las mujeres, algo de
lo que yo era muy consciente en el Centro por nuestra relación con los medios
de información, aquí inhábiles, aunque mi visión política me acercara más a
ellas que a los hombres por una figura de madre fuerte y mis doce jefas en la
fábrica, cada una a la cabeza de los principales departamentos, incluidos, por
supuesto, los de Utilidad y Supervisión.
Era
fácil fijarse en aquel árbol, el único contrario a los viñedos y que además se
alzaba honorable en la entrada del pueblo, con toda su oscuridad. Una oscuridad
sencilla si atendemos a la continua cadena de zarzas que rodeaba su tronco, a
modo de peligro o autoprotección; o a sus ramas desnudas, tal nervios. El árbol
era célebre en la zona. A sus pies había dispuestas desde piedras pintadas por
niños a ofrendas efímeras como las de la cultura budista, que muchos peregrinos
venían a traer. Esta mezcolanza me hacía pensar en la evidente transversalidad
que abriga la cultura popular, concebida, de algún modo, para todos y para uno.
El hecho de que un símbolo pueda ser experimentado tanto por el Bibliotecario
como por el Chapista, y eso no rebaje su intensidad o su sentido. No en vano
existen el árbol de la vida y los bosques prohibidos. Mi propósito, si el
departamento de Conexión no me lo impide, es narrar aquí mi relación con aquel
árbol único, que es lo mismo que narrar mi relación con el Lagar, como quedará
claro. Solo si me es permitido, como ahora está siendo.
Mis jornadas eran atléticas. Nada más
levantarme, bebía una cantimplora de suero y subía a la terraza a introducirme
veinte o treinta cigarros mientras mi vecina Margarita silbaba con éxito desde
la terraza adyacente sentada frente al horizonte en su silla de plástico
blanco. Bien podía ponerme los cascos y escuchar la radio y eludir todo
aquello, pero de ocho a diez de la mañana ya digo que solía fumar y comer ajo
compulsivamente mientras me adentraba en el folklore local a través de su boca
de siglos. Este hecho hacía de transición entre mis noches soñadas y el
despunte del alba, con un dibujo del mar elevadísimo frente a nosotros, tan
alto que parecía venírsenos encima. Tal vez por eso, las canciones de
Margarita, con la que hablaba de materiales y de química en el rellano,
incluían extrañas alusiones al agua, presentada de forma monstruosa y
omnipotente y ajena a la aparente apacibilidad con la que ella ejecutaba su
silbo. Y aunque me aprendí dichas canciones inconscientemente, fue entre sus
rimas dolientes cuando escuché por primera vez una alusión clara al árbol en
cuestión. Obviamente, yo no relacioné hasta mucho más tarde la presencia de ese
árbol en dichas romanzas de iniciación con el árbol que principiaba el Lagar de
las Viudas. Fue solo cuando vi a Margarita un día apoyando su motocicleta y sus
bolsas de componentes electrónicos a su vera repitiendo lo que sería para
cualquier persona cualificada una oración mientras doblaba su cuerpo al ritmo
de un metrónomo y zarandeaba sus brazos ancianos de los que colgaba sangre, que
pude relacionar las líneas mañaneras de su voz con la fisonomía y el estandarte
del árbol. Sin duda, se trataba de él, pero ¿a qué se debía tal importancia? No
solo en el Centro lo tildarían de fundacional, sino también en el Círculo 7,
obligando a su extirpación inmediata. Como yo había aprendido a lo largo de mi
carrera, la Naturaleza es avara por su lógica netamente potencial e irracional,
en último término contraria a los límites, que para cualquier experto en
Convivencia, haya obtenido o no el rango de Ideador, son la regla primera de la
libertad. Para colmo, este árbol parecía albergar dentro de sí propiedades
anímicas, un hecho que parecía evidente por su popularidad dentro y fuera del
Lagar.
Al
margen de los postulados de la Ceremonia Global, firmados, como todo el mundo
sabe, el 3 de junio de 2024, o justamente a razón de ellos, los pueblos de
dentro y fuera del Centro han venido teniendo especial cuidado con los errores
de la Naturaleza, concebidos, si se quiere, como anatemas. Aunque mi tarea
principal en el Lagar de las Viudas era el mero descanso y la remisión absoluta
de una enfermedad no siempre clara a mis ojos, los trabajadores de la fábrica
del Centro, en agradecimiento por nuestras condiciones laborales y nuestro
ambiente filial, firmamos un contrato, en el inicio de nuestra prometedora
trayectoria, en el que la cláusula XY soluciona nuestra intermediación si
tuviéramos conocimiento sobre alguna anomalía ya no solo en el Centro, sino
también en el Entorno o en la Zona Gris. En este sentido, el Lagar se enmarcaba
en la categoría de pueblo de Entorno por el uso de materiales humildes en sus
casas, la presencia de menos de 21 antenas, animales callejeros y la salida al
mar, con útiles para ello y la posibilidad de puerto. Después de examinar a
conciencia el poder de imantación de aquel árbol tras entrevistar a las vecinas
del pueblo –una tarea no siempre fácil, pues empleaban metáforas místicas con
su propio léxico, muy diferente al mío–, examinar la zona para recoger muestras
–fui una noche para intentar grabar con mi videocámara el nivel de plasma del árbol
y una escopeta prendió
seis cartuchos no muy lejos de allí y se trajeron lobos anónimos y tuve que
escapar del lugar ingiriendo inmediatamente una pastilla de protección– y
redactar, finalmente, un informe, mi excedencia de cura trocó en un caso de
trabajo extraoficial.
Las
gentes del Lagar se mostraron colaborativas con mi nuevo papel comunicativo,
que además no podía ocultar al necesitar su parte. Es de suponer que ellas ya
sabían que tarde o temprano alguien de la fábrica del Centro o alguna persona
ajena al Entorno podría llegar a su pueblo y fijarse en lo que era un enigma a
vista de todos a excepción de sus vecinas, aunque para todas esas mujeres el
árbol fuera un enigma vivo también. Aunque era de género hombre y en la última
revisión actualicé la casilla 49 confirmando tal condición, la masiva mayoría femenina
del pueblo no se mostró ni un segundo guerrera conmigo, un hecho tal vez debido
a mi Índice de Intuición y mi Coeficiente de Relación Femenina, destacados a
nivel interestatal. No en vano, ambos indicadores eran subrayados como
cualidades por mis jefas en la fábrica y eran también la culpa por la que crecí
tan rápido, según ellas, dentro de los estamentos de la organización.
A
grandes rasgos, mi investigación aclaró varios puntos ciegos. En primer lugar,
que el árbol era saludado a la entrada y salida del pueblo por cada una de sus
habitantes de forma obligatoria y no opcional, normalmente incluyendo este
saludo saliva en las raíces del árbol, algo que sin duda recordaba a los ritos
religiosos y que excedía el cerco de lo Impersonal atribuido a todo ente natural
o inerte; seguidamente, el hecho de que solo los niños y los turistas
extranjeros estaban autorizados, en lo que era una clara vinculación con lo
Inconsciente, a mantener contacto físico con el árbol, pero en ningún caso las
vecinas, que era lo mismo que decir que la Naturaleza podría estar por encima
de la Razón y no al revés, como efectivamente dice el documento comunitario
surgido de la Ceremonia Global y como ya contenía la pretérita Tabla Universal,
origen de nuestra civilización; y, por último y con la mayor urgencia: la
posibilidad, remota pero dibujada según las respuestas de las entrevistadas,
bajo la aplicación en los casos más esquivos de dosis de Palabra Neutra, de que
el árbol supusiera el Final de la Espera, una negligencia, una herejía y un desacato
que me hizo deber activar el Primer Protocolo –reitero mi perdón– pero que no
activé por la aparición de Jacinto Robles en tales respuestas, apareciendo su
nombre en el 63 % de las mismas en vinculación al árbol, en algún caso figurándole
como la persona que lo trajo al pueblo en el año 2048 e inacabando el caso,
pues aunque traté de dar con él en numerosas ocasiones durante mi orquestación,
no le encontré nunca ni en su casa okupada ni en ningún otro espacio, siendo
incongruente por tanto cerrar el fichero.
El
encuentro y la encuesta con el masculino Jacinto Robles se convirtió, por
tanto, en mi mayor prioridad. Ya había vencido el quinto mes (o quinto día de
una larga semana) y todavía no le ponía cara. Llegué a dormir entre materiales
de obra cercanos al que era su hogar según todo el mundo y a fondear la costa
con una barca propiedad de una prima de Margarita, prestada un sábado por
amistad, bordeando las Fosas. Ni rastro. Contaba los días (las horas) para el
final de mi proceso, que dentro de no mucho llegaría a su cierre, y en las
graves consecuencias que tiene para el perfil de un trabajador de la fábrica
del Centro un Caso Inacabado. Decidí entonces consultar al autor de estas
líneas. Solo él sabría dónde se encontraba Jacinto y qué papel ocupaba en la
historia del árbol. Con cierta desesperación (el viento entraba furioso por la
ventana y señalaba el séptimo día), ordené los libros, me comí tres granadas
enteras sin pelar, me tumbé en la cama con una toalla de agua caliente sobre
las rodillas y prendí la Cinta de Emergencia esperando su respuesta, hasta que
sonó tono.
Recibí
contacto, y después un largo silencio. Realicé entonces una exposición sucinta,
de unos diez minutos, después de dar mi número de operario, del caso que tenía
entre manos, estimado en Importancia 6. Antes de acabar, y yo lo sabía porque
en mi contrato aceptaba el uso de Telepatía incluso a través de medios
electrónicos protésicos y no protésicos, el Autor pisó mis palabras, cada una
de estas últimas palabras mías, y añadió:
–Jacinto Robles es un «Adán», resto del Viejo Mundo.
Si no le encuentras, es porque le estás buscando, y además no existe ya. Todas
esas mujeres lo encontraron hace mucho tiempo, pero ellas son parte del Mundo
Nuevo, que ellas y no otros han de construir. Si respetan a ese árbol al que
aludes es a razón de su respeto por el Viejo Mundo, un respeto más asentado en
el Entorno que en el Centro, como deberías saber. Igual su respeto por los
llamados «Adán», ya que en el Entorno la pregunta por el origen de nuestra
existencia, y por ende de nuestro lenguaje, es necesaria todavía. Respecto a tu
fotografía, si la examinas con detenimiento, verás que las espinas, los acúleos
y aguijones que de su tronco forman parte, no son otra cosa que lágrimas, lágrimas
que el Viejo Mundo todavía transfiere al Mundo Nuevo a través de la Naturaleza.
Tu árbol, mi querido amigo, es uno de los Primeros Árboles, o «Árbol».