2 de octubre de 2023

ÁRBOL (Segunda semana)

 


Yo utilizo la física. Él la fabrica. Yo llego a la Luna en proyectil de cañón, no hay en ello ninguna superchería. Él se va a Marte en una astronave que ha construido con un metal para el que no cuentan las Leyes de la Gravedad. Todo esto es muy bonito, pero que me enseñe este metal, que lo produzca. 

JULIO VERNE tras la lectura de The First Men in the Moon (1901), de H. G. WELLS

 

Decidí abandonar la fábrica por un periodo de seis meses, un tiempo que según los médicos era de sobra suficiente para mi recuperación. Mi problema era de carácter anímico. Llevaba diecinueve años trabajando entre sustancias tóxicas y maquinaria de grado 3, en el Centro. En ese arco, había presenciado amputaciones de extremidades y voces perseguidoras entre mis compañeros. Teníamos el sueldo más alto del país, por si alguien se preguntara qué hacíamos allí. Y cuidaban de nuestras familias con llamadas telefónicas diarias y comida a domicilio que preparaban en el Anexo 100. No sé si todo eso es suficiente para explicar mi dependencia. En cualquier caso, como digo, viajé a la costa, estableciéndome en un pequeño pueblo casi deshabitado con una única tienda de menesteres y otra fábrica, esta vez en desuso, que en sus años de bonanza producía alcoholes destilados.

         Las mañanas eran ricas en luz y gatos de monte, y las tardes eran empleadas por las vecinas para realizar gestiones en las aldeas aledañas, a las que se accedía solo con motocicleta. En este sentido, era virtuoso contemplar a las abuelas del pueblo con las faldas levantadas por las cuestas de arenisca no siempre ayudadas por jóvenes. De hecho, el primer día que llegué, ya vi a una mujer transportar butano no sé bien aún de qué manera con setenta u ochenta años con una cuerda atada a su espalda. Solo había un hombre en el pueblo, o dos si cuento en alza la extrema historia de Jacinto Robles, razón por la que llamaban a este emplazamiento «Lagar de las Viudas». También había mujeres jóvenes y saludables que pisaban la uva, pero ya digo: no había hombres a excepción del viejo farero y del hombre Jacinto, que okupaba una casa en construcción. Yo desconocía esta situación antes de llegar aquí, y hasta muy avanzada mi estancia no supe que, aunque por supuesto había mujeres jóvenes en el pueblo, estas provenían de las ciudades medianas de alrededor, en las que habían dejado a sus padres varones por una suerte de pacto. Lagar de las Viudas era sinónimo de matriarcado y futuro social en una sociedad hostil con las mujeres, algo de lo que yo era muy consciente en el Centro por nuestra relación con los medios de información, aquí inhábiles, aunque mi visión política me acercara más a ellas que a los hombres por una figura de madre fuerte y mis doce jefas en la fábrica, cada una a la cabeza de los principales departamentos, incluidos, por supuesto, los de Utilidad y Supervisión.

         Era fácil fijarse en aquel árbol, el único contrario a los viñedos y que además se alzaba honorable en la entrada del pueblo, con toda su oscuridad. Una oscuridad sencilla si atendemos a la continua cadena de zarzas que rodeaba su tronco, a modo de peligro o autoprotección; o a sus ramas desnudas, tal nervios. El árbol era célebre en la zona. A sus pies había dispuestas desde piedras pintadas por niños a ofrendas efímeras como las de la cultura budista, que muchos peregrinos venían a traer. Esta mezcolanza me hacía pensar en la evidente transversalidad que abriga la cultura popular, concebida, de algún modo, para todos y para uno. El hecho de que un símbolo pueda ser experimentado tanto por el Bibliotecario como por el Chapista, y eso no rebaje su intensidad o su sentido. No en vano existen el árbol de la vida y los bosques prohibidos. Mi propósito, si el departamento de Conexión no me lo impide, es narrar aquí mi relación con aquel árbol único, que es lo mismo que narrar mi relación con el Lagar, como quedará claro. Solo si me es permitido, como ahora está siendo.

          Mis jornadas eran atléticas. Nada más levantarme, bebía una cantimplora de suero y subía a la terraza a introducirme veinte o treinta cigarros mientras mi vecina Margarita silbaba con éxito desde la terraza adyacente sentada frente al horizonte en su silla de plástico blanco. Bien podía ponerme los cascos y escuchar la radio y eludir todo aquello, pero de ocho a diez de la mañana ya digo que solía fumar y comer ajo compulsivamente mientras me adentraba en el folklore local a través de su boca de siglos. Este hecho hacía de transición entre mis noches soñadas y el despunte del alba, con un dibujo del mar elevadísimo frente a nosotros, tan alto que parecía venírsenos encima. Tal vez por eso, las canciones de Margarita, con la que hablaba de materiales y de química en el rellano, incluían extrañas alusiones al agua, presentada de forma monstruosa y omnipotente y ajena a la aparente apacibilidad con la que ella ejecutaba su silbo. Y aunque me aprendí dichas canciones inconscientemente, fue entre sus rimas dolientes cuando escuché por primera vez una alusión clara al árbol en cuestión. Obviamente, yo no relacioné hasta mucho más tarde la presencia de ese árbol en dichas romanzas de iniciación con el árbol que principiaba el Lagar de las Viudas. Fue solo cuando vi a Margarita un día apoyando su motocicleta y sus bolsas de componentes electrónicos a su vera repitiendo lo que sería para cualquier persona cualificada una oración mientras doblaba su cuerpo al ritmo de un metrónomo y zarandeaba sus brazos ancianos de los que colgaba sangre, que pude relacionar las líneas mañaneras de su voz con la fisonomía y el estandarte del árbol. Sin duda, se trataba de él, pero ¿a qué se debía tal importancia? No solo en el Centro lo tildarían de fundacional, sino también en el Círculo 7, obligando a su extirpación inmediata. Como yo había aprendido a lo largo de mi carrera, la Naturaleza es avara por su lógica netamente potencial e irracional, en último término contraria a los límites, que para cualquier experto en Convivencia, haya obtenido o no el rango de Ideador, son la regla primera de la libertad. Para colmo, este árbol parecía albergar dentro de sí propiedades anímicas, un hecho que parecía evidente por su popularidad dentro y fuera del Lagar.

         Al margen de los postulados de la Ceremonia Global, firmados, como todo el mundo sabe, el 3 de junio de 2024, o justamente a razón de ellos, los pueblos de dentro y fuera del Centro han venido teniendo especial cuidado con los errores de la Naturaleza, concebidos, si se quiere, como anatemas. Aunque mi tarea principal en el Lagar de las Viudas era el mero descanso y la remisión absoluta de una enfermedad no siempre clara a mis ojos, los trabajadores de la fábrica del Centro, en agradecimiento por nuestras condiciones laborales y nuestro ambiente filial, firmamos un contrato, en el inicio de nuestra prometedora trayectoria, en el que la cláusula XY soluciona nuestra intermediación si tuviéramos conocimiento sobre alguna anomalía ya no solo en el Centro, sino también en el Entorno o en la Zona Gris. En este sentido, el Lagar se enmarcaba en la categoría de pueblo de Entorno por el uso de materiales humildes en sus casas, la presencia de menos de 21 antenas, animales callejeros y la salida al mar, con útiles para ello y la posibilidad de puerto. Después de examinar a conciencia el poder de imantación de aquel árbol tras entrevistar a las vecinas del pueblo –una tarea no siempre fácil, pues empleaban metáforas místicas con su propio léxico, muy diferente al mío–, examinar la zona para recoger muestras –fui una noche para intentar grabar con mi videocámara el nivel de plasma del árbol y una escopeta prendió seis cartuchos no muy lejos de allí y se trajeron lobos anónimos y tuve que escapar del lugar ingiriendo inmediatamente una pastilla de protección– y redactar, finalmente, un informe, mi excedencia de cura trocó en un caso de trabajo extraoficial.

         Las gentes del Lagar se mostraron colaborativas con mi nuevo papel comunicativo, que además no podía ocultar al necesitar su parte. Es de suponer que ellas ya sabían que tarde o temprano alguien de la fábrica del Centro o alguna persona ajena al Entorno podría llegar a su pueblo y fijarse en lo que era un enigma a vista de todos a excepción de sus vecinas, aunque para todas esas mujeres el árbol fuera un enigma vivo también. Aunque era de género hombre y en la última revisión actualicé la casilla 49 confirmando tal condición, la masiva mayoría femenina del pueblo no se mostró ni un segundo guerrera conmigo, un hecho tal vez debido a mi Índice de Intuición y mi Coeficiente de Relación Femenina, destacados a nivel interestatal. No en vano, ambos indicadores eran subrayados como cualidades por mis jefas en la fábrica y eran también la culpa por la que crecí tan rápido, según ellas, dentro de los estamentos de la organización.

         A grandes rasgos, mi investigación aclaró varios puntos ciegos. En primer lugar, que el árbol era saludado a la entrada y salida del pueblo por cada una de sus habitantes de forma obligatoria y no opcional, normalmente incluyendo este saludo saliva en las raíces del árbol, algo que sin duda recordaba a los ritos religiosos y que excedía el cerco de lo Impersonal atribuido a todo ente natural o inerte; seguidamente, el hecho de que solo los niños y los turistas extranjeros estaban autorizados, en lo que era una clara vinculación con lo Inconsciente, a mantener contacto físico con el árbol, pero en ningún caso las vecinas, que era lo mismo que decir que la Naturaleza podría estar por encima de la Razón y no al revés, como efectivamente dice el documento comunitario surgido de la Ceremonia Global y como ya contenía la pretérita Tabla Universal, origen de nuestra civilización; y, por último y con la mayor urgencia: la posibilidad, remota pero dibujada según las respuestas de las entrevistadas, bajo la aplicación en los casos más esquivos de dosis de Palabra Neutra, de que el árbol supusiera el Final de la Espera, una negligencia, una herejía y un desacato que me hizo deber activar el Primer Protocolo –reitero mi perdón– pero que no activé por la aparición de Jacinto Robles en tales respuestas, apareciendo su nombre en el 63 % de las mismas en vinculación al árbol, en algún caso figurándole como la persona que lo trajo al pueblo en el año 2048 e inacabando el caso, pues aunque traté de dar con él en numerosas ocasiones durante mi orquestación, no le encontré nunca ni en su casa okupada ni en ningún otro espacio, siendo incongruente por tanto cerrar el fichero.

         El encuentro y la encuesta con el masculino Jacinto Robles se convirtió, por tanto, en mi mayor prioridad. Ya había vencido el quinto mes (o quinto día de una larga semana) y todavía no le ponía cara. Llegué a dormir entre materiales de obra cercanos al que era su hogar según todo el mundo y a fondear la costa con una barca propiedad de una prima de Margarita, prestada un sábado por amistad, bordeando las Fosas. Ni rastro. Contaba los días (las horas) para el final de mi proceso, que dentro de no mucho llegaría a su cierre, y en las graves consecuencias que tiene para el perfil de un trabajador de la fábrica del Centro un Caso Inacabado. Decidí entonces consultar al autor de estas líneas. Solo él sabría dónde se encontraba Jacinto y qué papel ocupaba en la historia del árbol. Con cierta desesperación (el viento entraba furioso por la ventana y señalaba el séptimo día), ordené los libros, me comí tres granadas enteras sin pelar, me tumbé en la cama con una toalla de agua caliente sobre las rodillas y prendí la Cinta de Emergencia esperando su respuesta, hasta que sonó tono. 

         Recibí contacto, y después un largo silencio. Realicé entonces una exposición sucinta, de unos diez minutos, después de dar mi número de operario, del caso que tenía entre manos, estimado en Importancia 6. Antes de acabar, y yo lo sabía porque en mi contrato aceptaba el uso de Telepatía incluso a través de medios electrónicos protésicos y no protésicos, el Autor pisó mis palabras, cada una de estas últimas palabras mías, y añadió:

 

–Jacinto Robles es un «Adán», resto del Viejo Mundo. Si no le encuentras, es porque le estás buscando, y además no existe ya. Todas esas mujeres lo encontraron hace mucho tiempo, pero ellas son parte del Mundo Nuevo, que ellas y no otros han de construir. Si respetan a ese árbol al que aludes es a razón de su respeto por el Viejo Mundo, un respeto más asentado en el Entorno que en el Centro, como deberías saber. Igual su respeto por los llamados «Adán», ya que en el Entorno la pregunta por el origen de nuestra existencia, y por ende de nuestro lenguaje, es necesaria todavía. Respecto a tu fotografía, si la examinas con detenimiento, verás que las espinas, los acúleos y aguijones que de su tronco forman parte, no son otra cosa que lágrimas, lágrimas que el Viejo Mundo todavía transfiere al Mundo Nuevo a través de la Naturaleza. Tu árbol, mi querido amigo, es uno de los Primeros Árboles, o «Árbol».