Blanco sobre blanco (1918), Kazimir Malévich
Las palabras adquieren su propia sintaxis a través del pensamiento. El estilo es lo generado por el choque de esa organización unido a la voluntad del autor, hasta conformar una diferencia. Siempre hemos pensado que ese mecanismo doble se basa en lo matérico del signo, relevando el papel de los blancos, que pasan a descansar en un segundo plano, pero no en el éter propio de la poesía. Dichos silencios cumplen entre nosotros el papel de la muerte, ya que se configuran como ausencias o espacios increados. La personalidad de un poeta nace en el instante en que la fecundidad de esos signos entrelazados adquiere un cierto grado, y con ello otra acepción más alta en la escala de la significación. En este sentido, ¿no hemos sabido, a veces, que la esencia de un poema nacía exactamente en el lugar de su acabamiento? ¿Cuándo no hemos percibido, entrenados lectores, que las palabras eran una excusa perfecta para apuntar a otro significado mayor, nacido antes, durante o después de las palabras? Todo esto se relaciona con algo así como una direccionalidad, proporcionada por el autor, que puede ser más clara o más confusa, pero que determina el sentido que nos proporcionan las palabras a través de la técnica, la sensibilidad y la intuición. La página vacía se convierte así en el desafío del azar frente a la voluntad (una voluntad, cabe recalcar, no siempre cerrada al hacer del autor, sino ofrecida al lector para su integridad subjetiva). Pero la justicia de la que yo hablo se relaciona de manera más vertebral todavía con la ceremonia creativa, donde también el propio poema, hecho o sin hacer, marcará el devenir de su proceso mismo en relación a su idea constitutiva. Con esto último entraría de lleno el concepto de forma, como aquel esqueleto que pueda nutrir la arquitectura de un cuerpo destinado a la vida. Y es que será la forma y no otro basamento el que sugiera, en última instancia, la desaparición textual; un mecanismo borroso que, paradójicamente, pero siendo por ello especial para nuestro caso, se producirá únicamente a través de las palabras. Podemos decir entonces que es más pleno el silencio por un exceso de palabras que por su falta; más válido el eco que la nada. La complejidad, en este punto, estriba en explorar la dependencia que un silencio arrastra respecto al contenido que le ha dado forma previamente, consolidando su (in)existencia. Esas zonas intersticiales serán las que abordará este estudio, no pudiendo obviar por ello a ciertos creadores conscientes de ciertas delineaciones esenciales.
Cuando un escritor quiere transmitir
algo a través de un texto, ese algo ya existe de por sí. Son las
palabras las que vehiculan el acercamiento o la consagración de esa idea,
imagen o sensación impulsada por el autor en un primer momento. Podemos decir
entonces que ese algo ya existe, y
que son las palabras las que lo enarbolan. Ahora bien, ese algo, y aquí entra la pregunta de la literatura, no vale de por sí
si no está tratado y elaborado estéticamente, ya que si no la literatura, y la
poesía aún con más peso, sería comunicación, una de las posibles vetas del
ejercicio literario pero no la única. En este sentido, si yo quiero decirte
algo, te voy a llamar por teléfono, pero no voy a escribirte un poema, aunque
tengamos aquel maravilloso ejemplo de William Carlos Williams donde, en un
contexto no literario, se reconsidera la relación entre poesía y comunicación:
ESTO ES
SÓLO PARA DECIR
Me he comido
las ciruelas
que estaban
en la heladera
las ciruelas
que estaban
en la heladera
y que
seguramente
habías apartado
para el desayuno
seguramente
habías apartado
para el desayuno
Perdóname
estaban deliciosas
tan dulces
y tan frías
estaban deliciosas
tan dulces
y tan frías
(1934)
No será este ámbito, con todo, el que nos interese,
aunque sí toque de forma colateral nuestra propuesta. Es evidente, en este
sentido, que para hablar de la posibilidad de un estilo sin palabras, toda
propuesta ambicionada a través de un texto con un destino tangible será negada,
siendo tomados en cuenta verdaderamente aquellos escritores cuya investigación
se relacionó de manera más vertebral con lo inefable. Los escritores místicos,
por tanto, serán relevantes aquí; así como otros autores (Stéphane Mallarmé,
Edmond Jabès, Alejandra Pizarnik, José Ángel Valente…) cuya obra ha oscilado
peligrosamente en torno a los límites de la creación poética. Si hacemos una
lectura atenta de la obra de alguno de estos autores caeremos en la cuenta de
que su escritura parece ser un ejercicio que les pueda permitir regresar al
principio, donde el silencio anida. Un viaje mítico, en esencia, cuya
aspiración es atravesar las palabras para volver al origen.
En paralelo a estas ideas, podríamos preguntarnos, en
este punto, si el poema, para ser poema, necesita escribirse. La respuesta, en
apariencia evidente, esconde un laberinto, y más si estamos defendiendo el
estatuto del silencio dentro de la lógica literaria como esencia y no como
añadido, como madre y no como hijo, como raíz y no como pájaro. De decir que
no, volveríamos sin pretenderlo a una concepción que no hemos preferido por ser
insuficiente para nosotros, según la cual un poema sería el ejercicio oral,
probablemente determinado por una serie de connotaciones en sentido laxo sobre
la concepción poética y compartidas por el emisor y el receptor a través del
eje comunicativo. Igualmente, también desde la negación de esa pregunta, pero
esta vez no remisa a una concepción oral negativa del poema como objeto,
podríamos afirmar abiertamente que la existencia de un poema desde su
inexistencia matérica, esto es, producida por palabras, podría ser una razón
para el secreto, consolidando, en última instancia, una concepción de la poesía
basada en el impulso del poeta, y cuya materialización no tendría que
efectuarse a través de las palabras sino de otro modo aún por investigar.
Imagino, por ejemplo, en este sentido, una comunidad literaria no de escritores
sino de pensadores, algo lógico y de lo que ha dado cuenta el arte contemporáneo
resignificando el concepto de creación más allá de nuestra herencia más
vertebral: la visión romántica y el arte de vanguardia; una comunidad literaria
cuyo dictaminar se amplificara en el gesto y no en lo acabado, en el secreto y no
en el desvelo. Aunque vayamos a preguntarnos ahora qué pasaría al decir que sí
a nuestra pregunta, vamos a ver cómo, aun escribiendo, puede ser consciente el
peso de tan esmerado no, una
respuesta que algunos autores, como Stéphane Mallarmé, parecen igualar a su
contrario:
Si quieres que nos amemos
Con tus labios sin decirlo
Esta rosa lo interrumpe
Por sólo derramar un peor silencio
Nunca cánticos lanzan prontos
El centelleo de la sonrisa
Si quieres que nos amemos
Con tus labios sin decirlo
Mudo mudo entre los aros
Silfo en la púrpura de imperio
Un beso llameante se desgarra
Hasta las puntas de sus alones
Si quieres que nos amemos
De Pliegos
de álbum (1896)
Si dijéramos que sí, como contraparte, tendríamos lo que
todos conocemos: la historiografía literaria, una continuidad en el triángulo
autoría-crítica-tradición pero con ejemplos como San Juan de la Cruz, Rimbaud o
Celan, cuyas preguntas, ejecutadas con maestría, lo desbarataron todo, todavía
diciendo todavía. Tengo la sensación, en general, de que al igual que para que
una perspectiva sea validada o al menos ponga en cuestión el régimen artístico
de un contexto debe cuestionarse el concepto de mímesis, hablando de
literatura, toda revolución vertebral nace de una novedad o matiz frente a la
siguiente pregunta: ¿Qué es literatura?
Estando como estamos en pleno siglo XXIII, y con un cambio de paradigma
evidente entre manos, es imposible obviar algunas respuestas dadas por autores
a los que les ha preocupado esencialmente esta pregunta y, yendo más lejos,
ciertas actitudes al abordar la presencia del signo frente al vasto silencio,
la tinta negra de los copistas frente al sabio espectro blanco no exactamente
mudo. Para nosotros, dadas las inquietudes que nos mueven, debemos recogerlas y
tomarlas en consideración.
Dichas perspectivas, exclusivamente literarias en
apariencia, pueden llegar a confundirse con la vida. La gran idea que subyacía
al surrealismo era la de hacer de la vida una obra de arte, fórmula vital para
nuestro estudio de manera colateral, ya que compromete el vacío del signo con
el vacío del ser, identificados ahora. Cómplice de este prisma es la figura de
Alejandra Pizarnik, poeta argentina que buscó en la escritura su propia
salvación. A través de los símbolos de la noche, la soledad y el doble, su
poética figura como una investigación vital y formal en torno a los límites de
lo decible. Como ya hiciera constar en su nota de despedida («No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo»), su existencia
estuvo supeditada al bronco margen de lo que significaba decir, no hallando
realidad suficiente en ningún trasvase comunicativo. En ella es notable el lugar que ocupan el silencio y la ausencia, a través
de una inconfundible alquimia que mezcla biografía con obra, actitud generadora
a la merced del grave peso de los fantasmas:
FRONTERAS
INÚTILES
un lugar
no digo un espacio
hablo de
qué
hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco
no el tiempo
sólo todos los instantes
no el amor
no
sí
no
un lugar de ausencia
un hilo de miserable unión.
no digo un espacio
hablo de
qué
hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco
no el tiempo
sólo todos los instantes
no el amor
no
sí
no
un lugar de ausencia
un hilo de miserable unión.
De Los trabajos y las noches (1965)
El
vacío y la ausencia son, por tanto, lingüísticos, un ejemplo que se hace
extensivo a uno de los poetas más importantes en nuestro idioma: San Juan de la
Cruz. José Ángel Valente, en su celebrado ensayo La piedra y el centro, escribe sobre el místico, añadiendo: «San Juan se mueve entre la imposibilidad de decir y la
imposibilidad de no decir. Toca así ese límite extraño y extremo en que la
palabra profiere el silencio, en que la imposibilidad de la palabra es su única
posibilidad, en que la imposibilidad misma es la sola materia que hace posible
el canto». Vemos, así, cómo la palabra poética nace del milagro
imposible de su consideración, a la que está atada desde el surgimiento de la
voz primera; un hecho, bien considerado, de dimensiones religiosas, de ahí que
la palabra se haya asemejado en su concepción a la idea de espíritu y
tradiciones como la cabalística adeuden a este nacimiento consolidadas
percepciones, contenidas, por ejemplo, en el Zohar, libro fundacional: «Veintidós
letras son invisibles y veintidós visibles. Una Yod está escondida; una Yod
manifiesta. Lo visible y lo invisible se equilibran en la Balanza». Entonces la
oportunidad que hace surgir el silencio debería ser considerada con igual
cuerpo que su antónimo, la elocución (o la escritura, si hablamos de
literatura). Entendemos, por tanto, que es un concepto determinado de escritura
y de Libro forjado ya en la Antigüedad el que se ha preferido, dejando de lado la
posibilidad de otro trayecto.
Estudioso
de esta idea de Libro, vertebral en la escuela francesa contemporánea con
autores como Maurice Blanchot, donde literatura y filosofía se entremezclan
esencialmente, es el autor de origen judío Edmond Jabès, cuya obra nace de la
pregunta primera sobre el hecho de la escritura y, en última instancia, de la
literatura. En El libro de las semejanzas,
urdido desde una noción primordial del texto entendido como tejido y hacer, y
con la contrariedad de la ya entonces borrosa pregunta por el acontecimiento de
la escritura desde una visión que intenta trascender el recorrido que va de la
metafísica a la historia y del esencialismo a la fenomenología, se registra un
ejercicio en el que la propia escritura es puesta en jaque desde sí misma, como
si fuera la consecuencia de un acto imposible. Situando este acto inaugural
frente a la lógica de Dios, el cual no se parece más que a sí mismo y por tanto
elude el ejercicio de la semejanza dando pie a la conformación de ese deseo
presente en las investigaciones de algunos autores franceses (Maurice Blanchot,
Roland Barthes, Jacques Derrida…) que
apunta a la idea de un escritor sin literatura, la escritura se consolida en
este imaginario como la forja de una lógica diádica basada en dichos
correlatos, a la cual tiende todo ser y, por ende, toda imagen, una
consecuencia que como hemos avanzado sitúa su planteamiento en la creencia:
(«Existo porque tú me conoces, decía.
De ti proviene mi semejanza.»
¿Qué es
el Pensamiento sino la muerte pensada por todos los pensamientos sacrificados
en su nombre; la Semejanza interrogada a través de la interrogación que ella
suscita, allí donde no es más que distancia librada de insidiosas semejanzas?
«¿Pensar
la semejanza, no es acaso pensar el pensamiento en su compleja relación con el
vocablo que lo imprime y elimina? Somos alabados o menospreciados por nuestros
semejantes en función de nuestras semejanzas y de nuestras desemejanzas.
»El
pensamiento es fulgor descubierto antes de la salida del sol. A mediodía la luz
está en su apogeo. Todas las sombras se parecen; todas las letras en busca de
una misma palabra», decías.
La
palabra se desliga de las semejanzas en su voluntad de privilegiar una sola.
Dios no
puede ser escrito.)
De El libro de las semejanzas (1984)
Años
antes, Julia Kristeva, sobresaliente filósofa y teórica de la literatura,
aporta igualmente algunas nociones relevantes a este debate, contenidos en su Semiótica y, de forma más concreta, en
su artículo El texto y su ciencia,
donde los espacios en blanco de la poesía y la alteración gramatical, fuente de
un proceso que consolida la desautomatización, son elementos de ruptura de esta
lógica doble ya explorada, y que se relacionan con la intertextualidad y el
dialogismo. Esta escritura que ella piensa es anterior al logos, los textos que
produce son previos al signo, y llevan, en su punto más extremo, a una
escritura del límite, cuyo antecedente, nosotros lo sabemos, se halla ya en Víktor
Shklovski. Un lenguaje, en suma, que no sirve para comunicar ni tampoco está
supeditado a la noción de mercancía. A esto habría que sumar la frontera que esta
autora traza entre lo semiótico y lo simbólico, siendo aquello lo que precede a
esto, espacio, lo simbólico, masculino y no femenino: impuesto; y también la
diferenciación entre el fenotexto y el genotexto, pese a que ambos acontezcan
mezclados en el proceso de comunicación, y siendo aquel el objeto de análisis
estructural (código, estructura, gramática…) y éste el objeto de semanálisis,
esto es, ya no estructura sino estructuración, además del hecho de contar con
un sujeto disperso pero no por ello opuesto al primero. Ideas, como vemos,
importantes a la hora de pensar cómo está construido un texto.
Llegados
a este punto, es menester hablar de la Estilística como método que mejor se
relaciona con el enfoque que estamos explorando, al entroncar con el
Romanticismo y parte de las teorías formales del siglo XX. Por definición, es a
la vez subjetiva y objetiva, algo positivo para nosotros ya que hemos ponderado
ya diferentes respuestas a preguntas desde ambos frentes. Latente en ella la
noción de estilo, para nosotros esencial, y que tomará después el
estructuralismo genético y la deconstrucción, en cualquier caso, como método
crítico, analiza el lenguaje, apoyándose en la lingüística de Ferdinand de
Saussure. Es relevante su marcado carácter materialista, el cual, sumado a la
hermenéutica, con Schleiermacher, tomará en cuenta también el concepto de intuición,
al mismo tiempo pretendiendo la búsqueda de la totalidad de la obra (en su
lógica esto se denominará “círculo hermenéutico”), entendida como recreación
del espíritu. La obra, así, es la expresión personal del espíritu creador, a
través del cual señalamos sus valores afectivos.
Más
concretamente, la Estilística idealista, heredera de Benedetto Croce y las
teorías románticas, a las que ya hemos apuntado, será significativa para
nuestra óptica, pues rescata el conocimiento intuitivo frente a la lógica,
llegando a apoyarse igualmente en Vico y su idea del lenguaje como lugar en los
orígenes y el niño, así como el entendimiento de la obra como algo único e
irrepetible. Estas ideas, revolucionarias a la hora de pensar en el estudio de
los textos, se vinculan de forma importante con el pensamiento de un texto
futuro donde lo que se dice y lo que no se dice sean recintos de igual
importancia; o, en el caso más radical, ganando espacio el blanco frente al
signo. Este espacio, según esta teoría, se vincula fuertemente con el lector,
el cual, a través de su intuición orgánica, suma para la noción de una
literatura viva, con vistas a la unicidad. Será interesante ver, en cualquier
caso, como un autor como Dámaso Alonso, que critica a Saussure por pensar que
éste no tiene en consideración la riqueza y la complejidad psíquicas del hombre
a la hora de abordar el estudio del lenguaje, dirá que la vinculación entre
significante y significado es “motivada”, tiene una intención. Dicho proceso de
conformación, que hacemos nuestro de aquí en adelante, se puede describir así:
1) Conocimiento
del lector: intuición totalizadora con vistas a la unidad.
2) Conocimiento
del crítico: estudio de la expresión, junto a la intuición.
3) Conocimiento
del misterio: el proceso previo a través a lo científico.
Todas estas
ideas nos llevan, irremisiblemente, al lector, de gran importancia por el papel
que ocupa hoy en la experiencia literaria y porque será él quien determine, en
parte, el espacio siempre por consolidar que ocupa el silencio en un
determinado texto. Y es que el lector, figura trascendida de la comunicación y
la experiencia estética, se moverá con sus preguntas entre las preguntas que
sugiere el texto, amplificando o reduciendo el lugar que ocupan los blancos en
su disposición o elipsis. Aunque esta relación esté mediada por el espacio
abierto que permita un determinado texto (podemos decir, por experiencia, que
hay textos más abiertos y textos más cerrados), cada lector, cuyas preguntas le
mueven de por sí, añadirá en su experiencia lectora una serie de interrogantes
producidos por la mayor o menor diseminación del signo en su despliegue
textual.
La época también juega un papel fundamental dentro de nuestro imaginario.
Sin lugar a dudas vivimos, en lo relativo a la literatura, un momento histórico
atomizado por la herencia y la repetición. Lo explícito, propugnado por el
hacer de las comunidades últimas, donde prima lo lúdico frente a lo reflexivo, hace
imposible cualquier mitología, y aún más improbable una concepción del texto
basado en el no-decir. Pese a que sí haya un cuestionamiento de la poesía dentro
de un ámbito especulativo, tarea propia de la crítica, si lo hay, es marginal y
no merece ningún papel representativo. En términos generales, se hace, pero
pocos se preguntan por qué hacen lo que hacen. Velocidad como temperatura, algunos
de los poetas de hoy quieren ir rápidos a otra cosa, no dejando que el poema
acontezca, permitiendo hacer visible el enigma que le antecede y al que se debe.
Nuestra reflexión, consciente de eso, lanza sus cimientos como un regalo
anónimo. Pienso, en este sentido, que escribir desde la conciencia del espacio
en blanco es una manera real de resistir, de continuar fuertes en la pelea
frente a los significados vacíos.
En definitiva, la posibilidad de un estilo sin palabras se funda en una
idea de la escritura donde el escritor sea consciente de lo que escribe, pero
también de lo que no escribe, territorio al que el signo siempre se debe. Este
segundo espacio, como ya hemos visto, colinda con el lector, el cual, a través
de perspectivas como las que ofrece la Estilística, basará su visión en una
intuición trabajada que permita no exactamente una comunicación, sino un
conocimiento. Las zonas liminares, los silencios y el secreto pasarán entonces
a formar parte del texto, misterioso para nosotros pese a su tejido consciente.
La partida se jugará en cómo se equilibren los pesos de sendos espacios, tarea
de un poeta por venir para el que las palabras no son herramientas, y sí
esencias.