La
literatura, desde que se vio amplificada por la gestualidad que propiciaron las
vanguardias, con los surrealistas a la cabeza, no podemos decir que sea un
territorio exclusivamente propio del libro (aunque sí del Libro, concepto no restrictivo en la terminología de Maurice
Blanchot); y menos todavía la decisión de escribir o no hacerlo, ya sea por
consignas morales, como apuntó T. Adorno al fin de la Segunda Guerra Mundial al
referirse a la necesaria reivindicación del silencio o, por no salirnos del
espacio exclusivamente estético, por la sobreabundancia y proliferación de
textos y discursos que nos han llegado del arte contemporáneo en las décadas
posteriores a los años 60.
Al margen de los motivos que
promuevan la decisión de escribir o no hacerlo, y su consecuente para-qué, cuyo
arco de motivos no sería fácilmente catalogable, siendo esas razones las que
van desde la pulsión personal a la necesidad de dejar una impronta en el mundo,
ejercer una crítica desde lo político y lo discursivo o como una estrategia
segura para afrontar las lógicas de la identidad, removidas pese a la herencia
romántica, tenemos diferentes casos, que aquí resumimos en cinco procesos
generales: escribir, no hacerlo, escribir para abandonar, desear escribir y no
hacerlo (con su consiguiente literatura) y no desear escribir pero intercambiar
obra por vida y ser este espacio el que pueda ser, en última instancia, a ojos
de los demás, un proceso capaz de ser escritura. Es claro, en cualquier caso,
que nosotros admitimos la lectura de la realidad como texto o tejido, en la
línea de lo teorizado por Roland Barthes, pero también en referencia a
Jean-Yves Jouannais y obras presentes como las del shandy o portátil Enrique Vila-Matas.
Serán importantes en este sentido,
por tanto, consideraciones como las del último Foucault, que trabaja en torno
de lo que él mismo llama, dentro las tecnologías del yo, “la estética de la
existencia”, bajo el paraguas de la pregunta según la cual una vida podría
pasar a ser considerada una obra de arte, y desde qué actitud abordar dicha
problemática. Este tipo de enfoques, que derivarían en último término hacia las
lógicas del mito personal, la imagen que un autor genera para su comunidad o,
por decirlo según la lógica del imperante arte contemporáneo, “la imagen de uno
mismo hacia la mayoría”, son importantes; igualmente, la figura misteriosa de
la que nosotros tenemos ejemplo como en el caso del poeta y boxeador Arthur
Cravan, desaparecido en México al poco de cumplir los treinta años de edad, y
cuya obra solo se representa a través de Maintenant,
una publicación de pocos números que él mismo sacaba adelante y en la que
firmaba con diferentes pseudónimos, de carácter irónico y salvaje con la figura
de fondo de Wilde. Por último, valoraciones como las de Carlos Castaneda desde
la antropología (pese al cuestionamiento específico que se le ha hecho a este
autor por sus métodos y la invención de algunos de sus temas en torno a tribus
y personajes tal y como quedan retratados en libros como Viaje a Ixtlán) serán vitales, ya que ponen de relieve la
posibilidad de un “mundo sin testigos”, donde la historia personal ha de ser
transformada en invisible.
0. UN
PEQUEÑO MAPA: INTRODUCCIÓN Y CONTEXTO INMEDIATO
A
continuación, antes de entrar en ciertas obras concretas, que desglosaremos y
trabajaremos desde la literatura comparada aunque no sólo, y según ese trabajo
de las “grandes líneas” aportado por el profesor Ávila para la realización del
presente trabajo, tendríamos, y en mi caso con mayor necesidad, el caso de
Arthur Rimbaud, que ya nos ocupamos de trabajar en Rimbaud y yo, un pequeño ensayo en clave sentimental complementario
a esta investigación. Este escritor será retomado por Vila-Matas en Bartleby y compañía como caso
paradigmático del abandono, en su trance hasta África (“He cumplido mi jornada;
abandono Europa”) para regresar a Marsella a morir a la edad de treinta y siete
años después de que le amputaran una pierna por una senovitis. Paradigma claro
de la precocidad, es vigente aún el misterio que rodea a este autor francés,
llamado “Shakespeare niño” por el mismísimo Victor Hugo, con un relato sobre
sus espaldas (y una obra) donde la incapacidad de transformación de la realidad
que él deseaba ejercer a través de su literatura fue motivo suficiente para el
adiós de toda impronta intelectual, aunque sean muchas las teorías que pudieran
incluso sostener un regreso al hacer literario tras años de introspección y distancia
respecto a su contexto.
Otro perfil sería el de Fernando
Pessoa, “poeta de la Naturaleza” según él mismo, que a través de sus
heterónimos y sus diferentes etapas o épocas como escritor, y atento como
estuvo a los desarrollos vanguardistas, llegando a inaugurar movimientos en su
país natal, desarrolla una voz versátil donde solo pueden escribirse
determinadas cosas desde un determinado espacio. Profundamente original,
entendemos que esta “desfiguración”, en la línea del yo disuelto del que ya
hablaba Keats en el siglo XIX y que en el siglo XX pintores como Francis Bacon
llevarían a la pintura, son ya un paradigma claro de la multiplicidad, o por
decirlo con nuestro lenguaje: un trabajo por capas de escritura y no-escritura.
Y es que en el desglose de voces en lugar de una voz única también queda
amparado el registro o el contenido de lo que se puede o no decir, siendo como
es una solución radical el hecho de crear una otredad que magnifique ciertas
perspectivas.
Hay, en cualquier caso, a través de
esta desfiguración, la generación de un espacio, casi podríamos decir que de
acción, un concepto que será basal para entender la lógica de la no-escritura,
ya que desde ella se revela con maestría la potencialidad como un elemento
claro de la literatura, que la exime incluso en cierto modo de ser llevada a la
práctica en sentido clásico. Roland Barthes, uno de los máximos exponentes de
la crítica literaria del siglo pasado, hablará del nacimiento del lector a
través de la muerte del autor, y con ello se conformará un modo en cierto modo
revolucionario de entender el hecho literario. En paralelo a esto, tendríamos
conceptos como el de significante y significado, que podrían servirnos
metafóricamente para el establecimiento de dos espacios diferenciados que,
según sean o no trabajados, traen consigo un determinado prisma sobre la
literatura. Música sí o música no, autores como César Vallejo o Ruben Darío
estarían claramente cerca del primer espacio; otros, en cambio, como la línea
de la poesía anglosajona que va de T. S. Eliot a William Carlos Williams y ya
después Strand o Ashbery, donde el carácter narrativo es una forma clara de
restaurar los valores semánticos, pertenecerían a un grupo donde el hacer es
claramente lugar del significado, pese al carácter vanguardista de algunas de
sus piezas (The waste land o Paterson).
Otro papel interesante es el de las
conversaciones, que nos servirá colateralmente para dar sentido al propio
sentido, trabajando como un a priori
para lo que después será el hecho literario en sí mismo, funcionando a modo de
reservorio de ideas. En este sentido, tendríamos piezas que van desde los Diálogos platónicos, con Sócrates como
protagonista, al Renacimiento, con obras como El cortesano, de Baldassare Castiglione, donde se recupera dicha
tradición y los personajes encarnan arquetipos (esta nomenclatura es posterior,
claro está, pero nos entendemos) de la existencia real. Sobre esto último,
Balzac, en La obra maestra desconocida,
una suerte de relato de carácter muy inspirador, tratará el tema de la obra y
su negativo, a través de la figura de tres artistas, de Poussin al viejo
Frenhofer pasando por Porbus, donde se delineará una idea del arte donde lo
expresable como hecho totalizador impera por delante de la mera figuración de
ideas o temas. Así las cosas, la enseñanza que nos llevamos de dicha pieza es
la de una idea del arte donde, muy en paralelo a los valores románticos, la
belleza es de difícil expresión por su altura, o al menos imposible si
olvidamos los valores de la Naturaleza y el conflicto entre espíritu y obra o
carácter y literatura, una idea que ya está presente en los autores ilustrados
y en el sistema filosófico de autores como Hegel.
Otra diatriba sería la de, una vez
dentro del acto literario, discriminar entre alta y baja cultura o, por
resumirlo a un nivel general: lo coloquial y lo culto. De esto son ejemplos las
Baladas líricas de William Wordsworth
y Samuel Taylor Coleridge, que ya en 1798 supuso una fractura genial; o el ya
citado T. S. Eliot que, valorando a Corbière y a Jules Laforgue en sus ensayos,
mezcla diferentes aspectos para la consagración de un texto de carácter
sumamente polifónico donde es fácil recordar aquella “mesa de disección” del
Conde de Lautréaumont donde elementos disociados quedan reunidos. En un plano
de clase, podemos decir también que este trato de la baja o alta cultura
desembocaría en la figura del dandy, de la que es ejemplo Luis Antonio de
Villena, por mirar a la realidad presente, el ya citado Oscar Wilde, paradigma
mayor, o tantos otros artistas, como Grayson Perry, galardonado con el premio
Turner en el año 2003 desde Inglaterra y que aparece en multitud de actos de
arte contemporáneo como travesti. Esta decisión puede implicar, no sin cierta
densidad, el hecho de que para ser un artista del no se deba tener una
capacidad material determinada, perspectiva obligatoria si es que queremos
investigar el devenir de este tipo de personalidades en nuestro estudio.
Llegamos a través de estos artistas
a la performatividad, como espacio de acción que recurre a la representación
como herramienta para hilvanar nuevas imágenes, descomponiendo los modos
previos de ser, dando así paso a un juego nuevo en lo relativo a la identidad,
algo que después entenderemos como basal en autores como Vila-Matas. Con un eje
en la empatía pero también en la propia escenificación, teniendo que mantener
el gesto “arriba” y de fuerte contenido político, este espacio artístico tendrá
irrevocablemente relaciones con nuestra preocupación acerca de los artistas del
no, ya que entendemos que esa forma de escenificación establece relaciones
forzadas pero nuevas entre lo que se es (recordamos aquí a Píndaro: “Llega a
ser el que eres”, retomado por Nietzsche en el siglo XIX) y lo que se desea
ser, en este caso a través de los otros.
1. LA
FIGURA DE BARTLEBY COMO ARQUETIPO O LEITMOTIV
Con
este pequeño recorrido hasta ahora trazado llegamos al que será nuestro punto
de anclaje para el establecimiento de relaciones causa-efecto dentro de este
pequeño ensayo: la figura de Bartleby, generada por Herman Melville en su ya
famoso relato o novela corta titulado Bartleby,
el escribiente, que aquí hará las veces de hipotexto porque será retomado
por Jean-Yves Jouannais en su ensayo Artistas
sin obra (1997) o por el ya citado Vila-Matas en Bartleby y compañía (2000). Será pues el nuestro un acercamiento en
tres ejes: el de la toma de posesión del libro de Melville como centro mayor y
con el desglose desde el ensayo de Jouannais y también la larga caterva de
autores que el autor catalán despieza en su libro-ensayo, un terreno, lo
sabemos, intersticial para él y centro de su obra literaria, para el que el
descubrimiento de estos autores raros fue un revelación mayor.
A esta imagen de Bartleby,
representado por Melville como un oficinista que se niega a cualquier impulso
de acción bajo el manto de una simple frase (“I would prefer not to” o
“Preferiría no hacerlo”), que recorre en vertical la obra al mismo tiempo que
se convierte en símbolo de todo un instante,
como también ocurre en Esperando a Godot,
la obra maestra de Beckett, o con Kafka y La
metamorfosis, donde atendemos igualmente a una enseñanza metafórica, que
vertebra sendos relatos desde determinados ejes (la espera y relación con Dios
o el tiempo y la alienación, respectivamente), hay igualmente ciertas
delineaciones con lo que nosotros podemos llamar como “cronotopo”, en la
terminología de Bajtín, e igualmente relacionar con figuras literarias como la
del Soltero, que viene del propio Kafka y que es desarrollada por el propio
Enrique Vila-Matas. Y es que hay, al tiempo que una encarnación en determinados
modos o formas de ser, un desplazamiento hacia los márgenes del hecho
literario, rompiendo con ello ciertos moldes que refieren o puedan referir a
una manera anquilosada de concebir el hecho literario. Con Kafka, por ejemplo,
vivimos en primera persona la representación de un talento y de una obra fuera de, como sucede con el propio
Bartleby personaje de Melville, y su trágico desenlace final. Esta
deslocalización, que paradójicamente queda resuelta algunas veces a través de
una representación simbólica de ciertos personajes, ahonda en la idea de que la
destitución de los personajes principales de ciertos relatos, cuentos o novelas
aluden a una intimidad súbita que, para nuestro caso, hace de la vida obra y de
la obra vida.
Será Vila-Matas, más adelante,
cuando tenga la epifanía de este encuentro con toda esta tradición olvidada que
él referencia a esta figura del Bartleby de Melville, como símbolo de una
negación, para nuestro caso en torno a la literatura. A través de un personaje
del que sabemos poco, pero del que sí sabemos que es una especie de anotador,
por sus numerosos pies de página a esta revelación que se le ha mostrado y de
la que quiere conocerlo todo, se llevarán a cabo investigaciones que irán
delineando personalidades y figuras olvidadas donde el hecho del abandono será
lo definitivo. Ejemplo de esto será por ejemplo Jacques Vaché (1895-1919), una
de las primeras figuras del surrealismo y encumbrado por André Breton por su
carácter revolucionario. Aunque cuenta solo con unas pequeñas cartas, Cartas de guerra, fruto del encuentro
entre ambos en un hospital en el contexto de la Primera Guerra Mundial, ese
material será suficiente para ser considerado alguien, al modo del
franco-uruguayo Conde de Lautréaumont, cuya impronta rebasa al tiempo aún a día
de hoy por sus Cantos de Maldoror,
anterior a los veinticuatro años. Otras figuras como la de Félicien Marboeuf
(1852-1924), que se carteaba con Proust y al que éste le robaría ciertas ideas
para su obra magna En busca del tiempo
perdido, muy en concreto una referente a unas aves de paso que sirven de
cauce simbólico, serán también reconocidas, en lo que es ya un apropiacionismo
neto que pone de relieve uno de los puntos centrales de nuestro ensayo: el de
la capacidad de la personalidad para rebasar los límites de la obra literaria o
al menos en tanto que gestación hasta un aporte final. De este modo, Vila-Matas,
además, forja una especie de subgénero literario de poco recorrido hasta él,
que incluso le sitúa como escritor de corte europeo, donde la ficción y el
ensayo quedan confundidos, siempre en favor del mensaje final. El ejemplo de
Marcel Proust, que concibe su obra total entre 1909 y 1922, y la añadidura de
la carta de Marboeuf, puede verse en el fragmento que aquí compartimos, “una
anécdota de guerra evocada en una carta dirigida a Proust el 26 de noviembre de
1917 y que solamente saldrá a la luz con la publicación de Sodoma y Gomorra en 1922”, tal como explica el propio Jouannais y
que pone de relieve los vasos comunicantes entre ambos:
Un teniente amigo mío
me contó una singular fábula zoológica del frente. A finales de julio de 1916,
había estado defendiendo cuatro días seguidos con sus hombres del 72º
Regimiento de Infantería unas posiciones, bajo unos árboles, al norte de
Lachalade, en Argonne. El sector estaba en calma, pero todos oían silbar los
proyectiles por encima de sus cabezas, cada vez más regularmente, aunque jamás
oyeran las detonaciones. Nadie comprendía nada. Ante la duda, los oficiales
mantuvieron a sus tropas en alerta. Eran mirlos que habían aprendido a imitar
el silbido de las balas…, y la imitación era aterradoramente realista. ¿Por qué
la historia de las especies, sus jerarquías sin misterios y sus contornos tan
reconocibles, nos intrigan tanto desde el particular punto de vista de su
capacidad para imitar y parodiar el circo construido, escrito, heredado de los
hombres? Siempre me ha parecido mucho más mágica y cargada de un esoterismo
superior, que inevitablemente tuvo que escapársele a Darwin, la danza de
seducción ejecutada por dos humanos, a menudo dos hombres, dos hombres pájaro,
el macho y la hembra, el primero exhibiéndose en el preámbulo obsequioso del
cortejo, alambicada letra capitular en el picante texto de la naturaleza, y la
segunda echándose en las retinas una especie de gel de indiferencia,
aparentando una despreocupación que nadie osaría considerar creíble, ni
siquiera en el reino real de los pájaros reales, una vez asumido y constatado
el primer paso del macho, esperando ya sin esperar, absorta toda ella en el
fingimiento de alisarse las plumas, meticulosa, ausente y ridícula.
Y es que Jouannais traza, esta vez
desde el ensayo, una genealogía, y muy novedosa para la historiografía
literaria última. Olvidados, raros, excluidos son aquí los personajes
principales de un hilo que llega y puede llegar todavía más lejos, sobremanera
desde la lógica que ya hemos insinuado relativa al arte contemporáneo y lo
gestual, incluido el valor performativo, que es para nosotros un espacio desde
el que pensar todo este embrollo hoy. Dentro de esta amalgama, con todo, habrá
también espacio para autores como Wallace Stevens, que publica su primer
trabajo pasados los cuarenta años, para ser hoy un autor indiscutible en el
siglo XX en lengua inglesa, admirado y valorado incluso por el crítico Harold
Bloom, que lo pinta desde esta categoría de caso preciado.
En España, por observar, tendríamos
casos de Bartleby igualmente, aunque tal vez confundidos hoy según la categoría
francesa de “malditos” (recordemos a Verlaine y su famosa antología) y elevada
a la nomenclatura de “raros” como ya escribiera también Rubén Darío en 1896, en
torno a diecinueve autores, una taxonomía, esta, que además a España se le ha
criticado no tener, y que el propio Vila-Matas, por ejemplo, ve referida
claramente en Pepín Bello, el (prácticamente) ágrafo por excelencia de la
Generación del 27, cercano a Dalí, Federico García Lorca, Luis Buñuel y tantos
otros en los años gloriosos de la Residencia. Nombrado a lo largo de Bartleby y compañía, se nos aparece como
un personaje esencial de lo que serían las obras de estos artistas plenos,
desde el magisterio, algo que nos recuerda también a otras relaciones
tutelares, como la que mantuvo por ejemplo T. S. Eliot con Ezra Pound en
momentos cruciales para ambos.
En esta categoría tendríamos, por
ejemplo, en la segunda mitad del pasado siglo, autores como Pedro Casariego
Córdoba, Eduardo Hervás, Fernando Merlo, Aníbal Núñez o Ullán en el terreno de
la poesía, que consolidarían una estética de lo marginal, en contraste con las
poéticas de corte más generalizador, aunque sin olvidar la vanguardia, como fue
el caso de los novísimos, con Pere Gimferrer y Leopoldo María Panero a la cabeza.
De autoras, destacaríamos a Blanca Andreu, que publicó en 1980 el ya mítico De una niña de provincias que se vino a
vivir en un Chagall, merecedor del Premio Adonáis; o Carmen Jodra Davó, que
a los dieciocho años ganó el Premio Hiperión con Las moras agraces, para después sacar Rincones sucios y cuyo fallecimiento hemos recibido tristemente el
pasado año a los treinta y siete años, a la espera de que La Bella Varsovia
publique póstumamente El libro doce,
que será seguro celebrado por la crítica española.
´ En estos dos casos se reúne además
otro factor clave para la figura de los que abandonan: el éxito prematuro, en
ambos casos notable, siendo celebradas por la prensa y el circuito de la
literatura que las alumbraron y que llevó a sendas autoras a un posicionamiento
de exposición de mayor cesura. En este sentido, podemos pensar en otros autores
precoces como el poeta Claudio Rodríguez y su Don de la ebriedad (1953), escrito antes de los veinte años, que
marcó un antes y un después en la literatura del siglo XX en España aunque
luego el autor siguiera publicando, y cuya obra reunida es hoy un testimonio
determinante para las poéticas del camino, muy en contacto con lo sapiencial,
la revelación y la luz, marcas claras, de ahí también su deuda con San Juan de
la Cruz o el ya citado Rimbaud, con trabajo además de endecasílabos en romance
heroico.
Así, como hemos venido viendo, la
figura del Bartleby es casi un arquetipo, que con trabajos como el de
Vila-Matas llevan a pensar en una tipología de escritor. A esto debemos sumar
el hecho del agotamiento propio de la posmodernidad, tal y como hemos esbozado
en nuestras clases y a lo largo del Grado, donde una peculiaridad de ese marco
temporal que todavía vivimos sería el de, pese a la repetición y lo manido,
seguir concibiendo obras literarias, pese a la mecanización, la producción en
masa y otra serie de añadidos que nos llevarían a una lógica de carácter
serial, no individual u original, hoja de ruta romántica superada pese a la
herencia venida de ella que aún vivimos. De este modo, podemos afirmar, por
cerrar filas, que la posmodernidad ayuda a concebir y es incluso condición de
ello esta figura del Bartleby, que además tiene implicaciones de carácter
político, ya que supone una negación, al modo de aquel comienzo que Albert
Camus trama cuando escribe El hombre
rebelde (1951), donde la capacidad de decir “no” es un punto de partida
necesario para cualquier concepción tanto artística como vital. Este libro será
de vital importancia para (re)pensar el acto humano como afirmación frente a un
statu quo que trata de fundamentarse
en un margen azaroso presentado como definitivo, y que además fue discutido con
autores como Sartre, ya que implica nociones propias del existencialismo, donde
la existencia precede a la esencia y por tanto toda acción humana es
depositaria de una marca inherente de libertad y autoconsolidación.
2. LOS
TEXTOS IMPLICADOS: UNA MIRADA COMPARATISTA
Ya
hemos esbozado a grandes rasgos un camino para nuestra propuesta de ensayo,
pero ahora trataremos de centrarnos en los textos y sus correspondencias, al
modo del comparatismo, que es de alguna manera el “método” que ha acompañado
nuestro rumbo durante este cuatrimestre, y que además será inteligente trazar
pues es en las diferencias y lógicas de los textos donde mejor podremos ver
cómo este tema es continuado, una característica, creemos, que es parte
esencial de la literatura como devenir, con la tradición siempre de lado (o de
frente si queremos contrariarla) y que consolida algo así como una rueda, con
nociones como la de canon, que nosotros entenderemos como una cosmogonía, donde
un autor o autora nuevos alteran el sentido global dibujado por sus
predecesores, y no olvidando que también los escritores escriben para los
genios del futuro, forjando así una suerte de sistema donde el matiz es rey
para la idea de creación.
En el parágrafo 35), Vila-Matas
empezará hablando de Hugo Von Hoffmansthal:
Aunque el síndrome ya
venía de lejos, con la Carta de Lord Chandos la literatura quedaba ya del todo
expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, haciendo de esta exposición –como
se hace en estas notas sin texto– su cuestión fundamental, necesariamente
trágica.
La negación, la renuncia, el mutismo, son
lagunas de las formas extremas bajo las cuales se presentó el malestar de la
cultura.
Y este hecho nos conecta
directamente con la carta de Hoffmansthal, de extrema concreción, donde se
explora el porqué de su renuncia en términos determinantes:
[…]
Mi caso es, en breve, este: he perdido por
completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa.
Primero se me fue volviendo imposible
hablar sobre un tema elevado o general y pronunciar aquellas palabras, tan
fáciles de usar, que salen sin esfuerzo de la boca de cualquier hombre. Sentía
un inexplicable malestar con sólo pronunciar “espíritu”, “alma” o “cuerpo”.
Encontraba íntimamente imposible dar un juicio sobre los asuntos de la corte,
los sucesos del parlamento o lo que gustéis. Y no por reservas de ningún tipo,
pues ya conocéis mi franqueza, que llega casi hasta la despreocupación, sino
porque las palabras abstractas que usa la lengua para dar a luz, conforme a la
naturaleza, cualquier juicio, se me descomponían en la boca como hongos
podridos.
[…]
En ese instante yo he sentido, con una certeza
no exenta de una impresión dolorosa, que tampoco en los próximos años, ni en
los siguientes, ni en todos los años de mi vida escribiré libro alguno, ni
inglés ni latino: y eso por una causa cuya penosa singularidad dejo que vuestra
infinita superioridad espiritual, con su mirada por encima de engaños, coloque
en su justo lugar, en el armonioso reino de las apariencias espirituales y
corporales: esto es, que el lenguaje en el que quizás me fuera dado, no sólo
escribir, sino incluso pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano o
el español, sino un lenguaje del que no conozco una sola palabra, un lenguaje
en el que me hablan las cosas mudas y en el que, quizás, una vez en la tumba me
justificaré ante un juez desconocido.
De
este diálogo podemos extractar una correlación muy relevante, incluida la
noción de malestar, que hoy en día tendría otra connotación, como la estudiada
por el filósofo José Luis Pardo en un famoso ensayo, mientras se esboza en
términos abstractos y casi metafísicos el hecho del adiós. Entendiendo la
literatura como un lenguaje otro, donde decir y escribir no son lo mismo, se
sobreentiende que el autor no puede continuar la senda donde, en relación con
los filósofos del lenguaje que a nosotros nos pueden servir para entender cenitalmente
esta coyuntura, y con el Wittgenstein del Tractatus
lógico-filosófico a la cabeza, se
debe callar al no saber, aunque en este caso no sea una cuestión únicamente
epistemológica, sino de relación saber-nombrar al abordar la literatura.
Podríamos decir, incluso, que este
“no”, de honda elaboración, siempre enfocado como una decisión, puede tener que
ver también con una consideración de lo literario como espacio del ser, en la
línea del Heidegger referente al lenguaje, pues podemos constatar una clara
relación entre literatura e identidad en el fragmento expuesto que nos llevaría
a alguno de los ejemplos esbozados esta vez por Jouannais en Artistas sin obra, como cuando alude a
una reflexión de Rosset, en relación a Nietzsche y el resentimiento:
El hombre activo, o
fuerte, es capaz de realizar un determinado acto (por ejemplo, un cuadro); el
hombre reactivo, o débil, es incapaz de hacerlo, pero alardea de una capacidad
imaginaria para ejecutar un acto análogo, la no realización del cual expresa
una fuerza superior que le permite renunciar a pasar al acto. Por eso en el
terreno del arte, el hombre no creativo puede atribuirse […] una fuerza
superior a la del hombre creativo, que no posee más que la capacidad de crear,
mientras que el otro no sólo dispondría de la misma capacidad sino también de
la capacidad de renunciar a crear. Razón por la cual, según el apólogo
nietzscheano del águila y el cordero, el cordero es más fuerte que el águila:
ésta se contenta con devorar al cordero, mientras que el cordero extrae de sus
recursos morales superiores la fuerza que le permite no devorar al águila.
Vemos pues que, siguiendo con el
teórico francés, el hombre inspirado puede carecer de obra, pues, con
Aristóteles, tendría de algún modo tanto acto como potencia inscritos en su
mirada, lo que podría llegar a justificar la inacción. Esta lógica, que también
puede verse justificada desde la revitalización del concepto de intertexto e,
igualmente, de las lógicas apropiacionistas, claro símbolo del arte del siglo
XX desde las vanguardias históricas (con “históricas” nos referimos al matiz
dado por el profesor Ávila en clase) y con todo el arte pop, que redefinió la
idea de masa frente al objeto artístico.
Estas delineaciones van, con todo,
contra el concepto de “obra”, en el sentido etimológico de la palabra, pues
proviene de opera a través de opus, operis, con un sentido de “trabajo” o “sufrimiento ligado al
trabajo”, y no, como aclara Jouannais, “para designar entidades no efectivas,
objetos no realizados”, que es la acepción que nosotros usamos. En este punto a
mí, como humilde estudiante y también creador, me parecería interesante un giro
en la idea de creación, hacia un espacio donde crear e interpretar fueran
simbióticos, una idea sencilla pero que aglutina toda esta lógica que hemos
venido explorando y que seguramente será fundamental para el terreno
archivístico del futuro. No debemos olvidar, con todo, el prisma que Greenberg
explora en La pintura moderna: “La
esencia de lo moderno consiste, en mi opinión, en el uso de métodos específicos
de una disciplina para criticar esta misma disciplina. Esta crítica no se
realiza con la finalidad de subvertir la disciplina, sino para afianzarla más
sólidamente en su área de competencia”.
Por último, debemos tener en cuenta
también las obras cuyos autores han sido borrados por el propio tiempo o la
propia historia, una conversación que iría de los debates abiertos sobre la
autoría en los casos de Homero y Shakespeare y que, también, halla anclaje en
grandes teomaquias como el Mahabharata
o el Ramayama, fuentes fundamentales
para la tradición cultural indoeuropea, hasta haberse convertido en esos
“grandes relatos” en los que los hombres se ven reflejados, entre sí y entre
otros, una característica borrada por la voracidad de la posmodernidad, según
Lyotard.
Para esta comprensión total,
escribiremos a continuación una reflexión de Fernando Pessoa, retomando viejos
hilos iniciados al principio de este trabajo, y para completar también la
función de la obra en el entramado asociativo que la envuelve:
Cada uno de nosotros
tiene quizá mucho que decir, pero hay muy poco que decir sobre ese mucho. La
posteridad quiere que seamos breves y precisos. Faguet dice excelentemente que
a la posteridad sólo le gustan los escritores breves.
La variedad es la única excusa para la
abundancia. Ningún hombre debería dejar veinte libros distintos a no ser que
pueda escribir como veinte hombres diferentes. Las obras de Victor Hugo
completan cincuenta grandes volúmenes, y con todo ni siquiera cada volumen,
casi cada página, contiene a todo Victor Hugo. Las otras páginas se suman como
páginas, no como genio.
Explorador de este camino es el gran
poeta Paul Celan, escritor a posteriori
de un proceso convulso y terrorífico vivido en la Europa de las dos Guerras
Mundiales, contra el nazismo y todas sus nefastas consecuencias, que le
llevarían al hermetismo:
Si
viniera,
si
viniera un hombre
si
viniera un hombre al mundo, hoy, con
la
barba de luz de los
patriarcas:
sólo podría,
si
hablara de este
tiempo,
sólo
podría
balbucir, balbucir
siempre
siempre
sólo
sólo.
3. CONCLUSIONES
Así
llegamos al final de nuestro recorrido, habiéndonos ocupado de las grandes
líneas que hemos destacado desde el principio de nuestro curso y derivando después
hacia la exégesis de ciertos textos elegidos, sintomáticos de las “tentativas
del abandono” o “escritura del no”, un espacio cuyas consecuencias hemos
valorado como literarias, pero también políticas y en clave moral, al margen de
las circunstancias personales.
Si es verdad que no hace falta
escribir para ser escritor se debe igualmente a las incorporaciones semánticas
que el arte contemporáneo, desde Duchamp, ha introducido en el sistema de
pensamiento cultural, e igualmente esto se ha debido a ciertos
“ensanchamientos” en el concepto de creación, que hoy en día le otorgan al
autor y a su obra una dimensión de carácter no exclusivamente literario o
literal, sino abierto.
Partiendo de la figura casi
arquetipal de Melville, luego sostenida en el ensayo de Jouannais que
recuperará Vila-Matas, incluso escribiendo su prólogo para la edición en lengua
española, nuestro viaje ha tomado figuras que, como habíamos ya intentado sumar
desde que la inquietud de este alumno empezara a florecer hace unos meses con
algún correo con el profesor Ávila, creemos que esta perspectiva es de suma
actualidad, dada la malformación, producción y contaminación de los espacios
culturales actuales, en lo que es ya un claro cambio de rumbo respecto a la
Modernidad e incluso ante el agotamiento casi claro de la Posmodernidad,
necesitando de un nuevo paradigma u horizonte.
En definitiva, el arte y la
escritura están también alrededor del arte y la escritura, con sus deudas,
dudas y dificultades, no únicamente al inscribirnos explícitamente en sendos
espacios con objetos u obras fijas, materiales, fiables. ¿Y no es acaso esta
metáfora la posibilidad de una reconceptualización del arte, todavía hoy capaz?
Aquí lo hemos insinuado, y la clave está en que, aun siendo un camino poco
transitado, como el de aquel poema de Robert Frost, nos suena bien, nos
erotiza, nos convoca, nos reúne en torno a la vieja mesa de madera de los
artistas, a la que regresamos siempre enamorados.