8 de diciembre de 2020

SE DESHACE EL VIENTO: 'haces. muros' (Polibea, 2020), de Federico Ocaña, con fotografías interiores de Irene Tourné y palabras preliminares de Francisco José Martínez Morán



levantas sin muros un templo

junto a la puerta elevas el canto

 

los muros no tienen piedras

el canto la puerta sostiene


Es el haz de luz a través del muro lo que es para el poeta la aparición de la palabra. Y él deshace el haz, sucede que la luz es única y es nacimiento, pero está obligada a fragmentarse, al pensarla: objeto. En cualquier caso, ese procedimiento implica la existencia del muro, aunque no sea deseado porque opaca el área del haz. ¿Existe el muro? ¿Qué lo sostiene? Errores, no palabras… Se escoge un cuerpo, dentro del acatamiento: hay pronombres. Y hace frío en el ruido, porque en él las palabras pierden el peso por el que fueron convocadas. Para ser yo –lo dijo un poeta– no deberían existir los otros, pero libres vamos contra la nada, en aras de un lugar fraternal, cantado, sin ninguna exclusión. El telar se gesta en un muy significado silencio, uno donde resplandece el oficio. Aparece, entonces, alguien que acompaña. Sin soledad, el vientre es ya el origen. No hay palidez porque firme es su despliegue. Los sonidos no son ruido. Es a través de ese espacio por venir donde la muerte, como la nieve, se cura con sal, y el poeta vence a aquello que hubiera querido determinarle. La libertad es una morada –lo escribió una poeta– donde la quietud es antónima de la huida. Serán determinantes estas contradicciones: la mudez no inicia, el sol no alumbra, la herida no sangra… Los ángulos son la clave del espacio. Es en los ángulos abiertos donde la posibilidad de la vida se redime contra la de la muerte. ¡Tiempo! Habla uno en lugar de dos, en lugar de tres, pero dentro hay un anudado margen. Dependen de ellos, entre sí; depende el que habla del que escucha. Es la memoria. Hechos conjugados a solas no son hechos, sino misterios. Hay un rastro que evoca a los testigos. Deberás escoger la más latente compañía, levantar de ella un refugio con o sin símbolos. Ante un lienzo, serás pintor. Pase lo que pase, la tierra, la existencia, nos habrán contemplado. Siempre adentro, anhelas del trayecto la luz que traspase el muro, el cuerpo, tu lenguaje. ¿Cuántos llegaron hasta aquí? Yo hablo por ellos también: genero pertenencia. Tu razón otorga estructura a la estructura misma, música al sonido, sentido a la diferencia. Tu cuerpo es un lugar de ecos que discriminas contra lo que sabes. No todo lo que sucede adentro sucede afuera. Afuera de ella. Crees interrumpir su travesía, pero hay un esbozo de todo esto en el cuaderno del que oye. Parecerías exiliarte, no sé si por decisión o porque nadie te espera. Yo te espero. Ella te espera. Ella te espera también. ¿Crees en la comunicación? Posibilidades. Porque el muro es violencia, unión de los fragmentos, disueltos para el entendimiento, ahora acogidos por una razón en jaque. Todo alberga doble sentido, una apertura que parte de la densidad, excepto cuando dices “sí”. Esto dices.


Irene Tourné y Federico Ocaña, una tarde, hacia 2017

Las fotografías de Irene Tourné (Madrid, 1990) evidencian una incursión madura en este arte y añaden relato, desde el pórtico y en fecunda sintonía, con escenas cenicientas o espacios en apariencia determinados por su cierre, incluyendo estas formas puertas tapiadas, verjas, muros hartos en su textura, paisajes rotos, hasta una poética fotográfica del espacio en pleno sentido, al hacer lingüistico –(meta)físico, podríamos decir– de haces. muros, segundo poemario de Federico Ocaña (Madrid, 1990), publicado por Polibea a finales del presente año 2020 con palabras preliminares de Francisco José Martínez Morán sólo seguido por la publicación de Desprendimientos (Amargord, 2011) hace casi una década, texto éste que ciertos lectores guardamos como un preciado secreto. Poeta singular en su generación por elaborar, desde el silencio, una palabra deudora con la historia y la memoria, su escritura abriga el ineludible magisterio de Paul Celan y se abre hasta otros espacios transitados por E. Jabès, J. Á. Valente, C. Janés o Sánchez Robayna, al margen de todo el poso de vena mística, religiosa, como cuando Santa Teresa, la tradición bíblica en sus diferentes arterias o la profecía como lugar de enunciación –fijeza, fijeza en un decir que ambiciona el no-tiempo– parecieran tener un espacio intertextual necesario al investigar fuentes y conceptos tratados por el poeta. Y es que a lo largo de las más de 100 páginas que conforman este libro cuidadísimo de fragmentos condensados, aunque distribuidos con un afán de orden que pone de relieve la razón del yo, donde el lenguaje asume la mudez y el estremecimiento para abordar lo vivo, nos convertimos en testigos de la pugna que el poeta acostumbra en un espacio en sombra y luz al tiempo, donde alguien nos salva, las palabras no bastan, y más.


en la materia la tierra

que la compone. estancia

 

de criba. esta palabra viene

del fondo


Este matiz, el de la aparición de un yo a veces borrado con intención pero que sitúa con mirada escogida –decisión como sabiduría– su figura cuerpo a cuerpo con el propio lenguaje sin subordinarse a él ni entendiendo la poesía como un viaje en bruto de los símbolos y las potencialidades que éste genera, esto es, ya como la forja de un imaginario que encarna los símbolos que lleva a cabo o realiza el lenguaje en su decir integrándolos en la propia lógica del texto –la vida, la luz, el pensar como hechos lingüísticos y en examen– es tal vez la cualidad más sobresaliente que recorre haces. muros, en lo que es un proyecto de escritor que va más allá de la imposibilidad del decir con el decir mismo, algo presente en sus inicios pese al logro de otros acercamientos y aquí superado a fortiori, el cuestionamiento del lenguaje hacia su naturalidad ulterior, algo así como aquello que todos intuimos le pudo suceder a San Juan de la Cruz en cierto quiebre –¿acaso es nuestra esa experiencia?– o a algunos otros, pero en cualquier caso un camino, como decíamos antes, que además Ocaña hace por agudizar de cara al lector a través de la adición de codas al texto, varias líneas de fuga –¿es tal vez una partitura?– e incluso un canto al propio acto de escribir, cuando relaciona la palabra con el límite intrínseco que la rodea ante la que el poeta sólo puede tantear, rodear, (a)cercar(se), para, como decimos ahora, añadir su voz decidiéndose a asumir la libertad que eso conlleva.


pared sangra tu rostro

resbala tu silencio hiere

 

el muro es violencia

 

Finalmente, el poeta salvará la distancia entre todos los ámbitos que abre cuando escribe: la definición, el erotismo, la pertenencia... Como si de una (in)vocación se tratara, todos los agentes que produjeron esta tan tumultuosa transformación harán del nacer vivir e incluso escribir será escribir, y las palabras de Federico Ocaña ganarán y crecerán en peso irrevocablemente porque el peso las esculpió a ellas un día con doloroso pacto. El poeta, llegado a este punto, sólo tendría que garabatear en un muro derribado por el amor los signos de un viaje valiente. 

1 de noviembre de 2020

TENTATIVAS DEL ABANDONO: NO ESCRIBIR Y LA ESCRITURA (DE BARTLEBY A VILA-MATAS)

La literatura, desde que se vio amplificada por la gestualidad que propiciaron las vanguardias, con los surrealistas a la cabeza, no podemos decir que sea un territorio exclusivamente propio del libro (aunque sí del Libro, concepto no restrictivo en la terminología de Maurice Blanchot); y menos todavía la decisión de escribir o no hacerlo, ya sea por consignas morales, como apuntó T. Adorno al fin de la Segunda Guerra Mundial al referirse a la necesaria reivindicación del silencio o, por no salirnos del espacio exclusivamente estético, por la sobreabundancia y proliferación de textos y discursos que nos han llegado del arte contemporáneo en las décadas posteriores a los años 60.

            Al margen de los motivos que promuevan la decisión de escribir o no hacerlo, y su consecuente para-qué, cuyo arco de motivos no sería fácilmente catalogable, siendo esas razones las que van desde la pulsión personal a la necesidad de dejar una impronta en el mundo, ejercer una crítica desde lo político y lo discursivo o como una estrategia segura para afrontar las lógicas de la identidad, removidas pese a la herencia romántica, tenemos diferentes casos, que aquí resumimos en cinco procesos generales: escribir, no hacerlo, escribir para abandonar, desear escribir y no hacerlo (con su consiguiente literatura) y no desear escribir pero intercambiar obra por vida y ser este espacio el que pueda ser, en última instancia, a ojos de los demás, un proceso capaz de ser escritura. Es claro, en cualquier caso, que nosotros admitimos la lectura de la realidad como texto o tejido, en la línea de lo teorizado por Roland Barthes, pero también en referencia a Jean-Yves Jouannais y obras presentes como las del shandy o portátil Enrique Vila-Matas.

    Serán importantes en este sentido, por tanto, consideraciones como las del último Foucault, que trabaja en torno de lo que él mismo llama, dentro las tecnologías del yo, “la estética de la existencia”, bajo el paraguas de la pregunta según la cual una vida podría pasar a ser considerada una obra de arte, y desde qué actitud abordar dicha problemática. Este tipo de enfoques, que derivarían en último término hacia las lógicas del mito personal, la imagen que un autor genera para su comunidad o, por decirlo según la lógica del imperante arte contemporáneo, “la imagen de uno mismo hacia la mayoría”, son importantes; igualmente, la figura misteriosa de la que nosotros tenemos ejemplo como en el caso del poeta y boxeador Arthur Cravan, desaparecido en México al poco de cumplir los treinta años de edad, y cuya obra solo se representa a través de Maintenant, una publicación de pocos números que él mismo sacaba adelante y en la que firmaba con diferentes pseudónimos, de carácter irónico y salvaje con la figura de fondo de Wilde. Por último, valoraciones como las de Carlos Castaneda desde la antropología (pese al cuestionamiento específico que se le ha hecho a este autor por sus métodos y la invención de algunos de sus temas en torno a tribus y personajes tal y como quedan retratados en libros como Viaje a Ixtlán) serán vitales, ya que ponen de relieve la posibilidad de un “mundo sin testigos”, donde la historia personal ha de ser transformada en invisible.

0.      UN PEQUEÑO MAPA: INTRODUCCIÓN Y CONTEXTO INMEDIATO

A continuación, antes de entrar en ciertas obras concretas, que desglosaremos y trabajaremos desde la literatura comparada aunque no sólo, y según ese trabajo de las “grandes líneas” aportado por el profesor Ávila para la realización del presente trabajo, tendríamos, y en mi caso con mayor necesidad, el caso de Arthur Rimbaud, que ya nos ocupamos de trabajar en Rimbaud y yo, un pequeño ensayo en clave sentimental complementario a esta investigación. Este escritor será retomado por Vila-Matas en Bartleby y compañía como caso paradigmático del abandono, en su trance hasta África (“He cumplido mi jornada; abandono Europa”) para regresar a Marsella a morir a la edad de treinta y siete años después de que le amputaran una pierna por una senovitis. Paradigma claro de la precocidad, es vigente aún el misterio que rodea a este autor francés, llamado “Shakespeare niño” por el mismísimo Victor Hugo, con un relato sobre sus espaldas (y una obra) donde la incapacidad de transformación de la realidad que él deseaba ejercer a través de su literatura fue motivo suficiente para el adiós de toda impronta intelectual, aunque sean muchas las teorías que pudieran incluso sostener un regreso al hacer literario tras años de introspección y distancia respecto a su contexto.

            Otro perfil sería el de Fernando Pessoa, “poeta de la Naturaleza” según él mismo, que a través de sus heterónimos y sus diferentes etapas o épocas como escritor, y atento como estuvo a los desarrollos vanguardistas, llegando a inaugurar movimientos en su país natal, desarrolla una voz versátil donde solo pueden escribirse determinadas cosas desde un determinado espacio. Profundamente original, entendemos que esta “desfiguración”, en la línea del yo disuelto del que ya hablaba Keats en el siglo XIX y que en el siglo XX pintores como Francis Bacon llevarían a la pintura, son ya un paradigma claro de la multiplicidad, o por decirlo con nuestro lenguaje: un trabajo por capas de escritura y no-escritura. Y es que en el desglose de voces en lugar de una voz única también queda amparado el registro o el contenido de lo que se puede o no decir, siendo como es una solución radical el hecho de crear una otredad que magnifique ciertas perspectivas.

 

            Hay, en cualquier caso, a través de esta desfiguración, la generación de un espacio, casi podríamos decir que de acción, un concepto que será basal para entender la lógica de la no-escritura, ya que desde ella se revela con maestría la potencialidad como un elemento claro de la literatura, que la exime incluso en cierto modo de ser llevada a la práctica en sentido clásico. Roland Barthes, uno de los máximos exponentes de la crítica literaria del siglo pasado, hablará del nacimiento del lector a través de la muerte del autor, y con ello se conformará un modo en cierto modo revolucionario de entender el hecho literario. En paralelo a esto, tendríamos conceptos como el de significante y significado, que podrían servirnos metafóricamente para el establecimiento de dos espacios diferenciados que, según sean o no trabajados, traen consigo un determinado prisma sobre la literatura. Música sí o música no, autores como César Vallejo o Ruben Darío estarían claramente cerca del primer espacio; otros, en cambio, como la línea de la poesía anglosajona que va de T. S. Eliot a William Carlos Williams y ya después Strand o Ashbery, donde el carácter narrativo es una forma clara de restaurar los valores semánticos, pertenecerían a un grupo donde el hacer es claramente lugar del significado, pese al carácter vanguardista de algunas de sus piezas (The waste land o Paterson).

            Otro papel interesante es el de las conversaciones, que nos servirá colateralmente para dar sentido al propio sentido, trabajando como un a priori para lo que después será el hecho literario en sí mismo, funcionando a modo de reservorio de ideas. En este sentido, tendríamos piezas que van desde los Diálogos platónicos, con Sócrates como protagonista, al Renacimiento, con obras como El cortesano, de Baldassare Castiglione, donde se recupera dicha tradición y los personajes encarnan arquetipos (esta nomenclatura es posterior, claro está, pero nos entendemos) de la existencia real. Sobre esto último, Balzac, en La obra maestra desconocida, una suerte de relato de carácter muy inspirador, tratará el tema de la obra y su negativo, a través de la figura de tres artistas, de Poussin al viejo Frenhofer pasando por Porbus, donde se delineará una idea del arte donde lo expresable como hecho totalizador impera por delante de la mera figuración de ideas o temas. Así las cosas, la enseñanza que nos llevamos de dicha pieza es la de una idea del arte donde, muy en paralelo a los valores románticos, la belleza es de difícil expresión por su altura, o al menos imposible si olvidamos los valores de la Naturaleza y el conflicto entre espíritu y obra o carácter y literatura, una idea que ya está presente en los autores ilustrados y en el sistema filosófico de autores como Hegel.

            Otra diatriba sería la de, una vez dentro del acto literario, discriminar entre alta y baja cultura o, por resumirlo a un nivel general: lo coloquial y lo culto. De esto son ejemplos las Baladas líricas de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, que ya en 1798 supuso una fractura genial; o el ya citado T. S. Eliot que, valorando a Corbière y a Jules Laforgue en sus ensayos, mezcla diferentes aspectos para la consagración de un texto de carácter sumamente polifónico donde es fácil recordar aquella “mesa de disección” del Conde de Lautréaumont donde elementos disociados quedan reunidos. En un plano de clase, podemos decir también que este trato de la baja o alta cultura desembocaría en la figura del dandy, de la que es ejemplo Luis Antonio de Villena, por mirar a la realidad presente, el ya citado Oscar Wilde, paradigma mayor, o tantos otros artistas, como Grayson Perry, galardonado con el premio Turner en el año 2003 desde Inglaterra y que aparece en multitud de actos de arte contemporáneo como travesti. Esta decisión puede implicar, no sin cierta densidad, el hecho de que para ser un artista del no se deba tener una capacidad material determinada, perspectiva obligatoria si es que queremos investigar el devenir de este tipo de personalidades en nuestro estudio.

            Llegamos a través de estos artistas a la performatividad, como espacio de acción que recurre a la representación como herramienta para hilvanar nuevas imágenes, descomponiendo los modos previos de ser, dando así paso a un juego nuevo en lo relativo a la identidad, algo que después entenderemos como basal en autores como Vila-Matas. Con un eje en la empatía pero también en la propia escenificación, teniendo que mantener el gesto “arriba” y de fuerte contenido político, este espacio artístico tendrá irrevocablemente relaciones con nuestra preocupación acerca de los artistas del no, ya que entendemos que esa forma de escenificación establece relaciones forzadas pero nuevas entre lo que se es (recordamos aquí a Píndaro: “Llega a ser el que eres”, retomado por Nietzsche en el siglo XIX) y lo que se desea ser, en este caso a través de los otros.

1.      LA FIGURA DE BARTLEBY COMO ARQUETIPO O LEITMOTIV

Con este pequeño recorrido hasta ahora trazado llegamos al que será nuestro punto de anclaje para el establecimiento de relaciones causa-efecto dentro de este pequeño ensayo: la figura de Bartleby, generada por Herman Melville en su ya famoso relato o novela corta titulado Bartleby, el escribiente, que aquí hará las veces de hipotexto porque será retomado por Jean-Yves Jouannais en su ensayo Artistas sin obra (1997) o por el ya citado Vila-Matas en Bartleby y compañía (2000). Será pues el nuestro un acercamiento en tres ejes: el de la toma de posesión del libro de Melville como centro mayor y con el desglose desde el ensayo de Jouannais y también la larga caterva de autores que el autor catalán despieza en su libro-ensayo, un terreno, lo sabemos, intersticial para él y centro de su obra literaria, para el que el descubrimiento de estos autores raros fue un revelación mayor.



            A esta imagen de Bartleby, representado por Melville como un oficinista que se niega a cualquier impulso de acción bajo el manto de una simple frase (“I would prefer not to” o “Preferiría no hacerlo”), que recorre en vertical la obra al mismo tiempo que se convierte en símbolo de todo un instante, como también ocurre en Esperando a Godot, la obra maestra de Beckett, o con Kafka y La metamorfosis, donde atendemos igualmente a una enseñanza metafórica, que vertebra sendos relatos desde determinados ejes (la espera y relación con Dios o el tiempo y la alienación, respectivamente), hay igualmente ciertas delineaciones con lo que nosotros podemos llamar como “cronotopo”, en la terminología de Bajtín, e igualmente relacionar con figuras literarias como la del Soltero, que viene del propio Kafka y que es desarrollada por el propio Enrique Vila-Matas. Y es que hay, al tiempo que una encarnación en determinados modos o formas de ser, un desplazamiento hacia los márgenes del hecho literario, rompiendo con ello ciertos moldes que refieren o puedan referir a una manera anquilosada de concebir el hecho literario. Con Kafka, por ejemplo, vivimos en primera persona la representación de un talento y de una obra fuera de, como sucede con el propio Bartleby personaje de Melville, y su trágico desenlace final. Esta deslocalización, que paradójicamente queda resuelta algunas veces a través de una representación simbólica de ciertos personajes, ahonda en la idea de que la destitución de los personajes principales de ciertos relatos, cuentos o novelas aluden a una intimidad súbita que, para nuestro caso, hace de la vida obra y de la obra vida.


            Será Vila-Matas, más adelante, cuando tenga la epifanía de este encuentro con toda esta tradición olvidada que él referencia a esta figura del Bartleby de Melville, como símbolo de una negación, para nuestro caso en torno a la literatura. A través de un personaje del que sabemos poco, pero del que sí sabemos que es una especie de anotador, por sus numerosos pies de página a esta revelación que se le ha mostrado y de la que quiere conocerlo todo, se llevarán a cabo investigaciones que irán delineando personalidades y figuras olvidadas donde el hecho del abandono será lo definitivo. Ejemplo de esto será por ejemplo Jacques Vaché (1895-1919), una de las primeras figuras del surrealismo y encumbrado por André Breton por su carácter revolucionario. Aunque cuenta solo con unas pequeñas cartas, Cartas de guerra, fruto del encuentro entre ambos en un hospital en el contexto de la Primera Guerra Mundial, ese material será suficiente para ser considerado alguien, al modo del franco-uruguayo Conde de Lautréaumont, cuya impronta rebasa al tiempo aún a día de hoy por sus Cantos de Maldoror, anterior a los veinticuatro años. Otras figuras como la de Félicien Marboeuf (1852-1924), que se carteaba con Proust y al que éste le robaría ciertas ideas para su obra magna En busca del tiempo perdido, muy en concreto una referente a unas aves de paso que sirven de cauce simbólico, serán también reconocidas, en lo que es ya un apropiacionismo neto que pone de relieve uno de los puntos centrales de nuestro ensayo: el de la capacidad de la personalidad para rebasar los límites de la obra literaria o al menos en tanto que gestación hasta un aporte final. De este modo, Vila-Matas, además, forja una especie de subgénero literario de poco recorrido hasta él, que incluso le sitúa como escritor de corte europeo, donde la ficción y el ensayo quedan confundidos, siempre en favor del mensaje final. El ejemplo de Marcel Proust, que concibe su obra total entre 1909 y 1922, y la añadidura de la carta de Marboeuf, puede verse en el fragmento que aquí compartimos, “una anécdota de guerra evocada en una carta dirigida a Proust el 26 de noviembre de 1917 y que solamente saldrá a la luz con la publicación de Sodoma y Gomorra en 1922”, tal como explica el propio Jouannais y que pone de relieve los vasos comunicantes entre ambos:

Un teniente amigo mío me contó una singular fábula zoológica del frente. A finales de julio de 1916, había estado defendiendo cuatro días seguidos con sus hombres del 72º Regimiento de Infantería unas posiciones, bajo unos árboles, al norte de Lachalade, en Argonne. El sector estaba en calma, pero todos oían silbar los proyectiles por encima de sus cabezas, cada vez más regularmente, aunque jamás oyeran las detonaciones. Nadie comprendía nada. Ante la duda, los oficiales mantuvieron a sus tropas en alerta. Eran mirlos que habían aprendido a imitar el silbido de las balas…, y la imitación era aterradoramente realista. ¿Por qué la historia de las especies, sus jerarquías sin misterios y sus contornos tan reconocibles, nos intrigan tanto desde el particular punto de vista de su capacidad para imitar y parodiar el circo construido, escrito, heredado de los hombres? Siempre me ha parecido mucho más mágica y cargada de un esoterismo superior, que inevitablemente tuvo que escapársele a Darwin, la danza de seducción ejecutada por dos humanos, a menudo dos hombres, dos hombres pájaro, el macho y la hembra, el primero exhibiéndose en el preámbulo obsequioso del cortejo, alambicada letra capitular en el picante texto de la naturaleza, y la segunda echándose en las retinas una especie de gel de indiferencia, aparentando una despreocupación que nadie osaría considerar creíble, ni siquiera en el reino real de los pájaros reales, una vez asumido y constatado el primer paso del macho, esperando ya sin esperar, absorta toda ella en el fingimiento de alisarse las plumas, meticulosa, ausente y ridícula.

            Y es que Jouannais traza, esta vez desde el ensayo, una genealogía, y muy novedosa para la historiografía literaria última. Olvidados, raros, excluidos son aquí los personajes principales de un hilo que llega y puede llegar todavía más lejos, sobremanera desde la lógica que ya hemos insinuado relativa al arte contemporáneo y lo gestual, incluido el valor performativo, que es para nosotros un espacio desde el que pensar todo este embrollo hoy. Dentro de esta amalgama, con todo, habrá también espacio para autores como Wallace Stevens, que publica su primer trabajo pasados los cuarenta años, para ser hoy un autor indiscutible en el siglo XX en lengua inglesa, admirado y valorado incluso por el crítico Harold Bloom, que lo pinta desde esta categoría de caso preciado.

            En España, por observar, tendríamos casos de Bartleby igualmente, aunque tal vez confundidos hoy según la categoría francesa de “malditos” (recordemos a Verlaine y su famosa antología) y elevada a la nomenclatura de “raros” como ya escribiera también Rubén Darío en 1896, en torno a diecinueve autores, una taxonomía, esta, que además a España se le ha criticado no tener, y que el propio Vila-Matas, por ejemplo, ve referida claramente en Pepín Bello, el (prácticamente) ágrafo por excelencia de la Generación del 27, cercano a Dalí, Federico García Lorca, Luis Buñuel y tantos otros en los años gloriosos de la Residencia. Nombrado a lo largo de Bartleby y compañía, se nos aparece como un personaje esencial de lo que serían las obras de estos artistas plenos, desde el magisterio, algo que nos recuerda también a otras relaciones tutelares, como la que mantuvo por ejemplo T. S. Eliot con Ezra Pound en momentos cruciales para ambos.

            En esta categoría tendríamos, por ejemplo, en la segunda mitad del pasado siglo, autores como Pedro Casariego Córdoba, Eduardo Hervás, Fernando Merlo, Aníbal Núñez o Ullán en el terreno de la poesía, que consolidarían una estética de lo marginal, en contraste con las poéticas de corte más generalizador, aunque sin olvidar la vanguardia, como fue el caso de los novísimos, con Pere Gimferrer y Leopoldo María Panero a la cabeza. De autoras, destacaríamos a Blanca Andreu, que publicó en 1980 el ya mítico De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, merecedor del Premio Adonáis; o Carmen Jodra Davó, que a los dieciocho años ganó el Premio Hiperión con Las moras agraces, para después sacar Rincones sucios y cuyo fallecimiento hemos recibido tristemente el pasado año a los treinta y siete años, a la espera de que La Bella Varsovia publique póstumamente El libro doce, que será seguro celebrado por la crítica española.




´           En estos dos casos se reúne además otro factor clave para la figura de los que abandonan: el éxito prematuro, en ambos casos notable, siendo celebradas por la prensa y el circuito de la literatura que las alumbraron y que llevó a sendas autoras a un posicionamiento de exposición de mayor cesura. En este sentido, podemos pensar en otros autores precoces como el poeta Claudio Rodríguez y su Don de la ebriedad (1953), escrito antes de los veinte años, que marcó un antes y un después en la literatura del siglo XX en España aunque luego el autor siguiera publicando, y cuya obra reunida es hoy un testimonio determinante para las poéticas del camino, muy en contacto con lo sapiencial, la revelación y la luz, marcas claras, de ahí también su deuda con San Juan de la Cruz o el ya citado Rimbaud, con trabajo además de endecasílabos en romance heroico.

            Así, como hemos venido viendo, la figura del Bartleby es casi un arquetipo, que con trabajos como el de Vila-Matas llevan a pensar en una tipología de escritor. A esto debemos sumar el hecho del agotamiento propio de la posmodernidad, tal y como hemos esbozado en nuestras clases y a lo largo del Grado, donde una peculiaridad de ese marco temporal que todavía vivimos sería el de, pese a la repetición y lo manido, seguir concibiendo obras literarias, pese a la mecanización, la producción en masa y otra serie de añadidos que nos llevarían a una lógica de carácter serial, no individual u original, hoja de ruta romántica superada pese a la herencia venida de ella que aún vivimos. De este modo, podemos afirmar, por cerrar filas, que la posmodernidad ayuda a concebir y es incluso condición de ello esta figura del Bartleby, que además tiene implicaciones de carácter político, ya que supone una negación, al modo de aquel comienzo que Albert Camus trama cuando escribe El hombre rebelde (1951), donde la capacidad de decir “no” es un punto de partida necesario para cualquier concepción tanto artística como vital. Este libro será de vital importancia para (re)pensar el acto humano como afirmación frente a un statu quo que trata de fundamentarse en un margen azaroso presentado como definitivo, y que además fue discutido con autores como Sartre, ya que implica nociones propias del existencialismo, donde la existencia precede a la esencia y por tanto toda acción humana es depositaria de una marca inherente de libertad y autoconsolidación.

2.      LOS TEXTOS IMPLICADOS: UNA MIRADA COMPARATISTA

Ya hemos esbozado a grandes rasgos un camino para nuestra propuesta de ensayo, pero ahora trataremos de centrarnos en los textos y sus correspondencias, al modo del comparatismo, que es de alguna manera el “método” que ha acompañado nuestro rumbo durante este cuatrimestre, y que además será inteligente trazar pues es en las diferencias y lógicas de los textos donde mejor podremos ver cómo este tema es continuado, una característica, creemos, que es parte esencial de la literatura como devenir, con la tradición siempre de lado (o de frente si queremos contrariarla) y que consolida algo así como una rueda, con nociones como la de canon, que nosotros entenderemos como una cosmogonía, donde un autor o autora nuevos alteran el sentido global dibujado por sus predecesores, y no olvidando que también los escritores escriben para los genios del futuro, forjando así una suerte de sistema donde el matiz es rey para la idea de creación.

            En el parágrafo 35), Vila-Matas empezará hablando de Hugo Von Hoffmansthal:

Aunque el síndrome ya venía de lejos, con la Carta de Lord Chandos la literatura quedaba ya del todo expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, haciendo de esta exposición –como se hace en estas notas sin texto– su cuestión fundamental, necesariamente trágica.

     La negación, la renuncia, el mutismo, son lagunas de las formas extremas bajo las cuales se presentó el malestar de la cultura.

            Y este hecho nos conecta directamente con la carta de Hoffmansthal, de extrema concreción, donde se explora el porqué de su renuncia en términos determinantes:

     […]

     Mi caso es, en breve, este: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa.

     Primero se me fue volviendo imposible hablar sobre un tema elevado o general y pronunciar aquellas palabras, tan fáciles de usar, que salen sin esfuerzo de la boca de cualquier hombre. Sentía un inexplicable malestar con sólo pronunciar “espíritu”, “alma” o “cuerpo”. Encontraba íntimamente imposible dar un juicio sobre los asuntos de la corte, los sucesos del parlamento o lo que gustéis. Y no por reservas de ningún tipo, pues ya conocéis mi franqueza, que llega casi hasta la despreocupación, sino porque las palabras abstractas que usa la lengua para dar a luz, conforme a la naturaleza, cualquier juicio, se me descomponían en la boca como hongos podridos.

     […]

     En ese instante yo he sentido, con una certeza no exenta de una impresión dolorosa, que tampoco en los próximos años, ni en los siguientes, ni en todos los años de mi vida escribiré libro alguno, ni inglés ni latino: y eso por una causa cuya penosa singularidad dejo que vuestra infinita superioridad espiritual, con su mirada por encima de engaños, coloque en su justo lugar, en el armonioso reino de las apariencias espirituales y corporales: esto es, que el lenguaje en el que quizás me fuera dado, no sólo escribir, sino incluso pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano o el español, sino un lenguaje del que no conozco una sola palabra, un lenguaje en el que me hablan las cosas mudas y en el que, quizás, una vez en la tumba me justificaré ante un juez desconocido.

            De este diálogo podemos extractar una correlación muy relevante, incluida la noción de malestar, que hoy en día tendría otra connotación, como la estudiada por el filósofo José Luis Pardo en un famoso ensayo, mientras se esboza en términos abstractos y casi metafísicos el hecho del adiós. Entendiendo la literatura como un lenguaje otro, donde decir y escribir no son lo mismo, se sobreentiende que el autor no puede continuar la senda donde, en relación con los filósofos del lenguaje que a nosotros nos pueden servir para entender cenitalmente esta coyuntura, y con el Wittgenstein del Tractatus lógico-filosófico a la cabeza, se debe callar al no saber, aunque en este caso no sea una cuestión únicamente epistemológica, sino de relación saber-nombrar al abordar la literatura.

            Podríamos decir, incluso, que este “no”, de honda elaboración, siempre enfocado como una decisión, puede tener que ver también con una consideración de lo literario como espacio del ser, en la línea del Heidegger referente al lenguaje, pues podemos constatar una clara relación entre literatura e identidad en el fragmento expuesto que nos llevaría a alguno de los ejemplos esbozados esta vez por Jouannais en Artistas sin obra, como cuando alude a una reflexión de Rosset, en relación a Nietzsche y el resentimiento:

El hombre activo, o fuerte, es capaz de realizar un determinado acto (por ejemplo, un cuadro); el hombre reactivo, o débil, es incapaz de hacerlo, pero alardea de una capacidad imaginaria para ejecutar un acto análogo, la no realización del cual expresa una fuerza superior que le permite renunciar a pasar al acto. Por eso en el terreno del arte, el hombre no creativo puede atribuirse […] una fuerza superior a la del hombre creativo, que no posee más que la capacidad de crear, mientras que el otro no sólo dispondría de la misma capacidad sino también de la capacidad de renunciar a crear. Razón por la cual, según el apólogo nietzscheano del águila y el cordero, el cordero es más fuerte que el águila: ésta se contenta con devorar al cordero, mientras que el cordero extrae de sus recursos morales superiores la fuerza que le permite no devorar al águila.

            Vemos pues que, siguiendo con el teórico francés, el hombre inspirado puede carecer de obra, pues, con Aristóteles, tendría de algún modo tanto acto como potencia inscritos en su mirada, lo que podría llegar a justificar la inacción. Esta lógica, que también puede verse justificada desde la revitalización del concepto de intertexto e, igualmente, de las lógicas apropiacionistas, claro símbolo del arte del siglo XX desde las vanguardias históricas (con “históricas” nos referimos al matiz dado por el profesor Ávila en clase) y con todo el arte pop, que redefinió la idea de masa frente al objeto artístico.

            Estas delineaciones van, con todo, contra el concepto de “obra”, en el sentido etimológico de la palabra, pues proviene de opera a través de opus, operis, con un sentido de “trabajo” o “sufrimiento ligado al trabajo”, y no, como aclara Jouannais, “para designar entidades no efectivas, objetos no realizados”, que es la acepción que nosotros usamos. En este punto a mí, como humilde estudiante y también creador, me parecería interesante un giro en la idea de creación, hacia un espacio donde crear e interpretar fueran simbióticos, una idea sencilla pero que aglutina toda esta lógica que hemos venido explorando y que seguramente será fundamental para el terreno archivístico del futuro. No debemos olvidar, con todo, el prisma que Greenberg explora en La pintura moderna: “La esencia de lo moderno consiste, en mi opinión, en el uso de métodos específicos de una disciplina para criticar esta misma disciplina. Esta crítica no se realiza con la finalidad de subvertir la disciplina, sino para afianzarla más sólidamente en su área de competencia”.

            Por último, debemos tener en cuenta también las obras cuyos autores han sido borrados por el propio tiempo o la propia historia, una conversación que iría de los debates abiertos sobre la autoría en los casos de Homero y Shakespeare y que, también, halla anclaje en grandes teomaquias como el Mahabharata o el Ramayama, fuentes fundamentales para la tradición cultural indoeuropea, hasta haberse convertido en esos “grandes relatos” en los que los hombres se ven reflejados, entre sí y entre otros, una característica borrada por la voracidad de la posmodernidad, según Lyotard.

            Para esta comprensión total, escribiremos a continuación una reflexión de Fernando Pessoa, retomando viejos hilos iniciados al principio de este trabajo, y para completar también la función de la obra en el entramado asociativo que la envuelve:

Cada uno de nosotros tiene quizá mucho que decir, pero hay muy poco que decir sobre ese mucho. La posteridad quiere que seamos breves y precisos. Faguet dice excelentemente que a la posteridad sólo le gustan los escritores breves.

     La variedad es la única excusa para la abundancia. Ningún hombre debería dejar veinte libros distintos a no ser que pueda escribir como veinte hombres diferentes. Las obras de Victor Hugo completan cincuenta grandes volúmenes, y con todo ni siquiera cada volumen, casi cada página, contiene a todo Victor Hugo. Las otras páginas se suman como páginas, no como genio.

            Explorador de este camino es el gran poeta Paul Celan, escritor a posteriori de un proceso convulso y terrorífico vivido en la Europa de las dos Guerras Mundiales, contra el nazismo y todas sus nefastas consecuencias, que le llevarían al hermetismo:

Si viniera,

si viniera un hombre

si viniera un hombre al mundo, hoy, con

la barba de luz de los

patriarcas: sólo podría,

si hablara de este

tiempo, sólo

podría balbucir, balbucir

siempre siempre

sólo sólo.

 

3.      CONCLUSIONES

Así llegamos al final de nuestro recorrido, habiéndonos ocupado de las grandes líneas que hemos destacado desde el principio de nuestro curso y derivando después hacia la exégesis de ciertos textos elegidos, sintomáticos de las “tentativas del abandono” o “escritura del no”, un espacio cuyas consecuencias hemos valorado como literarias, pero también políticas y en clave moral, al margen de las circunstancias personales.

            Si es verdad que no hace falta escribir para ser escritor se debe igualmente a las incorporaciones semánticas que el arte contemporáneo, desde Duchamp, ha introducido en el sistema de pensamiento cultural, e igualmente esto se ha debido a ciertos “ensanchamientos” en el concepto de creación, que hoy en día le otorgan al autor y a su obra una dimensión de carácter no exclusivamente literario o literal, sino abierto.

            Partiendo de la figura casi arquetipal de Melville, luego sostenida en el ensayo de Jouannais que recuperará Vila-Matas, incluso escribiendo su prólogo para la edición en lengua española, nuestro viaje ha tomado figuras que, como habíamos ya intentado sumar desde que la inquietud de este alumno empezara a florecer hace unos meses con algún correo con el profesor Ávila, creemos que esta perspectiva es de suma actualidad, dada la malformación, producción y contaminación de los espacios culturales actuales, en lo que es ya un claro cambio de rumbo respecto a la Modernidad e incluso ante el agotamiento casi claro de la Posmodernidad, necesitando de un nuevo paradigma u horizonte.

            En definitiva, el arte y la escritura están también alrededor del arte y la escritura, con sus deudas, dudas y dificultades, no únicamente al inscribirnos explícitamente en sendos espacios con objetos u obras fijas, materiales, fiables. ¿Y no es acaso esta metáfora la posibilidad de una reconceptualización del arte, todavía hoy capaz? Aquí lo hemos insinuado, y la clave está en que, aun siendo un camino poco transitado, como el de aquel poema de Robert Frost, nos suena bien, nos erotiza, nos convoca, nos reúne en torno a la vieja mesa de madera de los artistas, a la que regresamos siempre enamorados.

9 de febrero de 2020

EJERCICIOS DE QUÍMICA: Un párrafo sobre Oliverio Girondo


Desde su seguridad viajada, colocando entre comillas términos nuevos, Oliverio Girondo (1891-1967) exploró otras tierras, tal y como hago yo ahora, escribiendo estas líneas desde Hungría. Dichos viajes, anhelo de mundo, servirían para producir una gran impronta personal en el poeta, a la que habría que sumar las consecuencias de estas experiencias para su escritura de globo terráqueo. Norah Lange, escritora también, le sería conocida en un homenaje a Ricardo Güiraldes, al cual asisten todos los martinfierristas, para terminar siendo su cónyuge, mientras venía de un paseo con Borges. Una botella de vino cayó entre ambos, diciendo Oliverio: «Parece que va a correr la sangre entre nosotros». El afán continuo de exclamación e interrogación que nos propone Girondo no es más que una extensión dulce de un temperamento irónico, pero que se adueña del sistema comunicativo por lo humano y nuevo que su arquitectura engarza. En su escritura, paralela a los ambientes del ultraísmo en un primer momento, podemos descubrir sin desgana aquella máxima de Baudelaire sobre la novedad en el poeta y su búsqueda excesiva, un camino que el propio Oliverio asumirá con la coherencia de los grandes creadores. Su obra, en conjunto, cumple con ese camino que sitúa a la vanguardia y sus efectos hacia el final del recorrido, añadiendo a esa vanguardia una connotación relativa al progreso. Con menos de diez textos cerrados a lo largo de todo su viaje, Girondo dará comienzo a su andadura literaria en 1922 (año importante, recordémoslo, con Trilce, Ulises y La tierra baldía) con Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, cuyo movimiento y entusiasmo podemos reconocer desde el principio. En ellos, desde Douarnenez a Brest a Venecia a Buenos Aires a Sevilla parece hacer crónica de una fluidez que se emparenta con la vida desde el segundo cero, y que trata de transmitir con la misma viveza y encanto con los que parece florecer todo a su alrededor: «Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar». Son poemas con origen en la vida y con destino igual, parecen escritos en minutos y albergan imágenes de una gran plasticidad, nota usual en Girondo. El viaje, fundado en una suerte de aura cercana al descubrimiento, es viaje para el lector, el cual percibe como deseo los estímulos prestados a través del poema. El lector, de a una, desea conocer, saber, transportarse a las escenas que el poeta esboza con mano segura, y cuyo halo queda latiendo como fragmento de una conversación robada. Y es que Europa, al igual que para muchos compañeros suyos de generación, supuso la apertura de una larga serie de emociones transatlánticas, mezcladas en el caso de Girondo con una especie de deber, ya que el destino correcto del hijo de familia era un objetivo obligado por parte de su entorno más directo, al cual Oliverio respondería siguiendo con su carrera de abogado siempre y cuando le permitieran viajar. Este afán de mundo estará presente a lo largo de toda su producción, la cual parece escribir con la paciencia de un gran estratega. ¿Qué ocurriría si no hubiese convertido en símbolo propio a la vaca o hubiera prescindido de Interlunio, uno de sus mayores logros en el terreno de la prosa experimental? ¿Podríamos seguir hablando de agudeza y amor formal sin sus Membretes, suerte de aforismos que funcionan igual que el mejor de los panópticos? ¿Qué sería, en este sentido, de Oliverio Girondo, sin En la masmédula, el último de sus libros? Girondo parece saber que su obra se cerrará a su debido tiempo, y por ello camina sobre seguro con libros certeros, de innegable exactitud, en lo que se constituye accidentalmente como una búsqueda de estilo entonada desde el principio con el augurio de una certeza. También son notables, lo sabemos, los retorcimientos léxicos, hecho que emparenta a Girondo con autores de la talla de Vallejo o Huidobro, y cuyas interrelaciones tan bien expuso Saúl Yurkievich en Fundadores de la nueva poesía latinoamericana. En Girondo, con todo, a excepción de lo tocante a su alegato final, esa maleabilidad se genera dentro de la lengua, no hacia una otredad, lo que hace de la empatía algo felizmente corrosivo, a lo que el lector quiere sumarse: «Siempre llega mi mano/ más tarde que otra mano que se mezcla a la mía/ y forman una mano.// Cuando voy a sentarme/ advierto que mi cuerpo/ se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse/ adonde yo me siento.// Y en el preciso instante/ de entrar a una casa,/ descubro que ya estaba/ antes de haber llegado.// Por eso es muy posible que no asista a mi entierro,/ y que mientras me rieguen de lugares comunes,/ ya me encuentre en la tumba,/ vestido de esqueleto,/ bostezando los tópicos y los llantos fingidos». Esta forma de estar dentro de la lengua no es un mecanismo común, sino una concepción cercana a la noción de desvío pero sin la dinamita necesaria que impediría el reconocimiento; una flexibilidad que, sobremanera, se gesta con versos cortos, fugaces, autónomos en cierto modo, y con el adjetivo como elección principal dentro de la materia literaria. La elección del adjetivo está vinculada asimismo con el sustantivo, el cual parece actuar como adjetivo y viceversa. Mi interpretación sobre esta consecución del sentido que maniobra Girondo a través de objetivos claros es la de percibir el lenguaje como un infinito juego, en el que la verdad que crea el poema es resultado de multitud de desequilibrios que dan lugar, en su punto álgido, a una nueva forma de encarar el maltratado lenguaje poético, usado como objeto utilitario y maltratado por ello. Como temas presentes, ya lo hemos vislumbrado con la idea del viaje, se halla el gran imaginario de la ciudad, tan afirmado como negado dependiendo del punto de la obra de Girondo que elijamos. Esta ambivalencia, creo sentir, esconde el conflicto mismo que Girondo albergaba en torno a dicho escenario, fuente tanto de las mejores de sus imágenes como de los símbolos peores, como la baba, o viscosidad de los seres. Se produce, en cualquier caso, cierto método en los poemas de Oliverio, como si hubiese encontrado una fórmula, hecho que nos debería irritar de no ser por la originalidad que realmente los basa, para desautomatizarse después, y que se antepone en mucho a las poéticas de la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica. A nivel psicológico, se producen tensiones, cambios de humor y saltos en el afecto, que parecen enfocados a alterar la disposición anímica del futuro lector, como una campana que sostuviera la sangre. La frase de Keats que siempre citaba José Ángel Valente y que refiere a la disolución del yo en el poeta de forma obligada para el hecho poético está también en Girondo, cuando dice aquello de «Yo soy un cocktail», palabras que nos podrían servir de arte poética, aludiendo al conjunto poliédrico de sus personalidades. Este yo disuelto es fácilmente visible en la obra del poeta argentino, pese a su firme voluntad de estilo, la cual ya hemos explorado. En definitiva, se trata de un sujeto lírico experimental que cumple con las voluntades del sueño y su lógica, de tintes surrealistas. En efecto, el surrealismo es en Girondo de una presencia importante, como lo será en todos los poetas vanguardistas posteriores al primer tercio del siglo XX. Ejemplo de este camino es el caso de Alejandra Pizarnik, que llevó a cabo el proceso de la vida como obra de arte, proyecto fundamental del ideario surrealista. Con todo, la estructuración mental opera entre nosotros con destino a un objetivo, eludiendo el peso del azar, lo que estará presente en DADÁ, o marco anterior. Será en Espantapájaros (Al alcance de todos), libro de poemas en prosa antecedido por un caligrama, donde se demostrará el convencimiento y la retórica de Girondo. Desde una indagación del yo poético en relación a la ficción, se plantean en él situaciones impensables que añaden un carácter sorpresivo a la interlocución. El sujeto que ocupa el espacio liminar del poema pasa de ser una víctima de su propia solidaridad a ser un hombre que solo admite la realidad a través de la sublimación. Desde una prosa esculpida que todos desearíamos para desarrollos de mayor alcance, las palabras chocan como seda y cristal, en lo que supone un verdadero ejercicio especulativo en torno a los límites de lo enunciado: «Renuncié a las sociedades de beneficencia, a los ejercicios respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria el horario de los trenes que no tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el recato y el bacalao. No consentí ninguna concomitancia con la concupiscencia, con la constipación. Fui metodista, malabarista, monogamista. Amé las contradicciones, las contrariedades, los contrasentidos… y caí en el gatismo, con una violencia de gatillo». Pintura moderna, ensayo posterior a modo de prólogo y compilado en la edición muy conocida de Losada (muy recomendable, prologada por Enrique Molina, con el que a su vez tradujo Una temporada en el Infierno, de Arthur Rimbaud), se caracteriza igualmente por esta lengua plena de matices y plasticidad. Son líneas conscientes de la historia y los ambientes donde se construyeron autores como Cézanne, Picasso o Derain, y demuestran el bagaje de nuestro poeta en torno a la historia del arte. No en vano, dibujos y pinturas ocuparán un lugar importante como correlato en alguna de las obras del poeta, una obsesión que le llevará a pintar en su madurez. En cualquier caso, desde la historiografía pero armado de un fuerte sentido crítico, Girondo desdice y cimenta desde su sabiduría ornamental hasta conformar una suerte de ensayo vivo, accesible desde su predicamento y su lengua suave en tanto en cuanto es comunicable, aunque sin perder su poso transformador. Continuando en este valle de matices, otra constante en Girondo es, igual que para el niño, el asombro, patente en poemas como aquel donde, después de dar las gracias a una muy amplia cantidad de elementos vivos e inertes, e incluso palabras mismas, el yo poético se despide afirmándose: «Oliverio Girondo,/ agradecido». Este asombro, igual que la sinceridad, el poeta argentino sabe que se construye con palabras, de ahí que tenga que atravesar todo el lenguaje para su nombramiento. Lo más complejo de este proceso es atender a cómo, pensando como el Girondo escritor, de qué manera él, sabiendo de antemano lo que quiere decir, dónde quiere llegar, crea un escenario previo donde parece no tener deriva o punto final claros, transmitiendo esa difícil sensación al lector. Así, Girondo consolida una altitud de lo sincero como mecanismo discursivo. El objetivo principal, de fondo, es conquistar el deslumbramiento, y hacia dicha tarea las palabras deben servir para tal propósito, un hecho que provoca dificultades ya que Girondo pelea y pelea con el lenguaje hasta sus últimas centésimas. Es fácil imaginar, pues, que queramos acercarnos a este poeta unas veces de la alegría, óptimo incluso para un niño niño, y otras del negro humor. La sabiduría de Girondo se esconde en sus procedimientos nada usuales, mezcla de magia y verdad. Muchas veces el poema parece partir de una conclusión, apropiándose de ideas universales, como el cansancio: «Cansado,/ sobre todo,/ de estar siempre conmigo,/ de hallarme cada día,/ cuando termina el sueño,/ allí, donde me encuentre,/ con las mismas narices/ y con las mismas piernas;/ como si no deseara/ esperar la rompiente con un cutis de playa,/ ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,/ acariciar la tierra con un vientre de oruga,/ y vivir, unos meses, adentro de una piedra». Así, se ensalzan sentimientos cuyo corazón es compartido por todos, lo que hace de la experiencia poética un paseo por un jardín conocido, pero raro de estatuas y fuentes. Paseo: una palabra con sentido en la poética de Girondo, el cual muestra y esconde con gana. El ánimo de mundo en el que hacen casa sus poemas nos quiere llevar lejos, hasta a veces dejarnos allí. Será solo en la vuelta cuando seamos conscientes, como lectores procedentes de la vida, de las verdaderas dimensiones del desplazamiento. Nomadismo, en efecto, que demanda nuestras largas suelas de madera, para llegar tan lejos como el poema requiera. Son estas tensiones las que dan lugar al meritorio ejercicio de la analogía y la asociación, génesis de la poética de nuestro poeta del mismo modo que cuando Lorca decía que la poesía es aquello que ocurre entre dos palabras que nunca antes habían soñado juntarse. Fruto de ese choque, nuestra lógica se ve rota, pues los significantes despedazan al significado, al cual muy misteriosamente se deben. Esta relación en su escritura es más femenina que masculina, si atendemos a la separación que hacía Kristeva entre la fase semiótica y la posterior fase simbólica, que todo ser humano, en tanto criatura cultural, encarna, y que refiere primero a lo femenino y después a lo masculino. Girondo también plantea giros del yo en torno al lector, el cual pasa a participar del poema como un ser activo sobre el que recae la fuerza motriz del eje comunicativo. Este yo, con origen en Girondo, parece después abrirse hasta una disolución, donde el lector se convierte, de a una, en un elemento necesario y preciso dentro de su lógica. Así, en poemas como Comunión plenaria, Girondo hace gala de su énfasis por ser parte esencial del mundo que le rodea, si bien es verdad que desde su categorización más universal: «El mármol, los caballos/ tienen mis propios venas./ Cualquier dolor lastima/ mi carne, mi esqueleto./ ¡Las veces que me he muerto/ al ver matar un toro!...». Fusionándose con su alrededor e interrumpiendo por ello el nexo entre naturaleza y cultura, Girondo desvía su yo incluso hacia los objetos o la materia inerte, hasta dotarlos de esencia. Este último punto de vista bien podría hacer de Oliverio Girondo un poeta vinculado a la (pos)modernidad, y a ese poema de Ginsberg en concreto donde, dentro de un supermercado, el cual parece poder visitarse como si fuera un museo, aparece Walt Whitman, poeta épico. En Girondo es igualmente palpable el mundo del misterio. Una erótica que antepone lo abierto a lo cerrado, muchas veces localizado en historietas, cuentecillos, artefactos literarios de una muy eficiente arcilla narrativa. Es igualmente notorio el grado y la dosis de humanidad que Girondo confiere a alguno de sus textos. En Hay que compadecerlos, por ejemplo, dicha humanidad se resuelve en compasión, un resorte que anula las connotaciones negativas de lo emulado para llegar a dicho perdón: «No saben./ ¡Perdonadlos!/ No saben lo que han hecho,/ lo que hacen,/ por qué matan,/ por qué hieren las piedras,/ masacran los paisajes./ No saben./ No lo saben…/ No saben por qué mueren». Textos más conceptuales como Desmemoria plantean un complejo cruce de caminos: lo abstracto y la historia. Desde varias preguntas retóricas que apuntan a ningún sitio, se cierra el poema con un «¡Son demasiados siglos!», objetivo real de la disertación. Dicho mapa de intenciones nos hace pensar en el poeta de capas que es Girondo, esto es, un creador que satisface varias perspectivas, incluso antagónicas, desde un mismo texto. Y ¿qué decir de Campo nuestro, ese largo poema avanzado dentro de la producción de Girondo que tanto tiene que ver con lo sagrado, el símbolo y lo religioso? Acudiendo inclusive, formalmente, a la rima y las estructuras asonantadas, en él se dan todas las cualidades de la descripción y el canto, hasta emparentar a Girondo con poetas como Lezama Lima o Ernesto Cardenal en lo relativo al concepto, u organización del imaginario y su direccionalidad hacia la historia de su continente. En lo que parecen semejarse a fragmentos, se constituye en conjunto un todo que hace alusión al campo como sujeto más que como objeto, pese a ser también el centro de reunión de las palabras del poeta. Durante el poema, percibimos oposiciones constantes: «¿A qué sabrán tus pastos/ cuando logren, por fin, domesticarte/ y en vez de campo potro desbocado/ te transformes en campo endomingado?» Esta mistificación del campo, contraria a la deriva de la maquinaria capitalista, el hambre voraz de la metrópolis y sus excesos nefastos, acaba en una suerte de giro religioso: «Ante ti se arrodilla mi silencio», lo que nos dice que Girondo le atribuye a este espacio, suma de ensoñaciones, caracteres divinos. Una deriva, en conjunto, que apunta hacia el desencanto literario que acabará siendo En la masmédula, su libro final, donde el lenguaje se aleja de lo religioso para atender al zaum de los formalistas rusos, es decir, a la autonomía del contenido fónico frente a la significación. En este texto rarísimo, que hace de taller o laboratorio y frente al que, posteriormente, cualquier autor se convierte en autor epigonal al darse el caso de investigar el lenguaje de forma paralela a como lo hace nuestro poeta, los textos están gobernados por un afán de libertad y muerte, con vocablos tensados hasta la extenuación: «mi lu/ mi luar/ mi mito/ demonoave dea rosa/ mi pez hada/ mi luvisita nimia/ mi lubísnea/ mi lu más lar/ más lampo/ mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio/ mi lubella lusola/ mi total lu plevida/ mi toda lu/ lumía». Estas palabras proceden a veces de las raíces de otras, como hemos podido vislumbrar en este ejemplo anterior, hasta dar lugar a términos nuevos; otras veces, la sintaxis es lo que produce, en aéreo, el giro. Esta especie de desintegración del lenguaje tiene que ver, sin quererlo, con la Nada: «qué nada toco/ en todo». Una Nada que no debe confundirse con la falta de vigor sino con lo temático de la fuerza que lo impulsa, y que encuentra en En la masmédula, testamento del autor, su vía de escape o detonante definitivo.

Budapest-Madrid, febrero-marzo de 2019

5 de febrero de 2020

PRÓLOGO FALLIDO A FRANCISCO JOSÉ SEVILLA, QUE AHORA ES UN HOMENAJE


Francisco José Sevilla (Úbeda, 1970) sabe que la poesía no es solo una palabra, pese a que la sinceridad se construya con palabras, sino un acto, un órgano que toca con la vida, a la que la poesía siempre se debe. Yendo aún más lejos: el poema es un exceso de vida, donde la lírica acontece como un accidente o desborde de una fuerza. Yo no sé, en este sentido, cuándo este poeta conoció la poesía, pero sé de lejos que la percibe, la ha aprehendido y a ella se ha entregado como si la decisión fuera a vida o muerte. Sabemos que mucho se tiene que dar para que un artista verdadero aparezca, que muchas circunstancias implican ese nacimiento bronco. Sevilla conoce la gravedad de los limones, el espectáculo de las maderas y los secretos de cada corazón personal y, al mismo tiempo, trae alguna noche a su buhardilla a Salvador Dalí, al que es capaz de seguir en la conversación como lo harían muy pocos. Y es que, sin lugar para la duda o el arrepentimiento, podemos decir que estamos ante un chamán, un artífice de las fuerzas naturales, que todos le hemos visto invocar con la ilusión de un niño niño en calles o recitales de Madrid, ciudad que ya le reserva un lugar seguro en la memoria.
            Estamos, lo digo de antemano, ante un libro extrañísimo, probablemente una de las primeras pinturas rupestres dentro de la época robótica y los congresos sobre PNL. Se trata, en aéreo, de una investigación, cuyas consecuencias son el estiramiento y la maleabilidad de un lenguaje que dan pie a una nueva lengua. La radicalidad de los signos es, a veces, razón para el misterio. Ellos, tal y como están dispuestos en estos poemas, conllevan con su aparición tales trabas comunicativas que, a priori, examinando los textos en conjunto (así lo harían Ezra Pound, e. e. cummings o Rodrigo Lira), podríamos pensar que Sevilla quiere desafiarnos, hasta hacer de la experiencia lectora un milagro imposible, un juego perfecto cuyo engarce nos sitúa como prestidigitadores o egiptólogos. De no ser por el calor y el color de su lirismo, sería sencillo establecer que Sevilla no quiere comunicar, o que lo quiere pero a costa de un esfuerzo, exactamente el mismo recorrido que él transitó durante su creación y que ahora nos es transferido. La sorpresa adviene cuando tomamos conciencia, al percibir la sublime belleza de sus contenidos, profundamente originales, de que el poema es valiente, pleno, humano y radicalmente imaginativo. Cualidades, lo veréis, que el poeta espera recibir a partes iguales por parte de sus lectores, en los cuales piensa desmesuradamente. Ejemplo de esto último son las constantes citas y dedicatorias, las primeras tejiendo una suerte de intertexto arquitectónico y las segundas creando una gran fiesta o auditorio.
            En cualquier caso, la novedad que subyace bajo este experimento es el valor que se le otorga a la forma, rota pretendidamente hasta conformar un desvío, ecuación que en el infinito imaginario de Sevilla podría hacer de este libro una obra brechtiana si fuera adaptada al teatro, en tanto en cuanto dicha tensión de la forma produce un distanciamiento constante que nos permite entrar y salir de la obra de manera consciente y crítica, con un sentido de la empatía ambivalente y en oposición a la catarsis aristotélica. Lukács, escribiendo sobre los griegos, aludía a que la Estética ocupa en ellos el lugar de la Metafísica, idea que perfectamente podríamos hacer propia para este libro. A primera vista, cada texto parece amparado por el azar más salvaje, pero ya sea con el telescopio de los techos o el microscopio del sutil guisante, vemos al poco que en ellos se esconde realmente una voz clara en su direccionalidad, con objetivos claros pretendidos previamente. Así, todo el pensamiento que genera este lenguaje alucinado, siempre blindado por el amor y el vigor, y ambientado tanto en mundillos clásicos como en la ciencia-ficción, paradójicamente se resuelve hacia el tiempo presente hasta sentir la emergencia del mundo. No es idiota, por tanto, la reflexión sobre el cómo, sino un torno de arcilla o espejo brutal que hace de Narciso un necio y de la NASA un arte.
            Sobre los mecanismos y trucos que Sevilla efectúa en estas páginas, vemos cómo el aforismo, la sentencia o las greguerías ocupan un lugar central, hecho que le emparenta con la época. A estos tejidos se mezclan de forma mistérica el empleo del soneto, las estructuras asonantadas, un agudo sentido del ritmo bajo una preciosista puntuación, dibujar cada poema y algunos detalles o manías como el empleo del etcétera, los puntos suspensivos o las exclamaciones constantes, constantes en la obra de Sevilla. La obra de Sevilla también ocupa un lugar importante en la propia obra, a modo de metaliteratura. Si leemos con atención alguno de sus otros títulos, caeremos en la cuenta de que, consciente o inconscientemente, ha creado una especie de sistema, como ya concibiera Pedro Casariego al pensar la poesía narrativamente. En este libro encontraremos, ya sea de forma figurada o por medio de esbozos, continuaciones y derivas que apuntan a un proyecto mayor, o bien fragmentos que ya están presentes de forma análoga en otros libros o bien, si hemos podido tratar con Sevilla en alguna ocasión, serán versos que saldrán de su propia boca, porque con ellos vive y convive. En lo tocante a lo temático, es claro su gusto por lo raro y el constante matiz, enfoques que hacen del equilibrio un negro castillo de difícil conquista, y que Sevilla no solo logra, probablemente por su enorme intuición, sino que además resuelve en armonía.
            Todo este embrollo da lugar a una concepción de la poesía como lugar de resistencia. Sevilla es de los que saben que la poesía son 40 años, más una maratón que unos 110 metros vallas, y también encarna el hecho de ser una anomalía, erótica que le está reservada a algunos escritores. Por decirlo con otras palabras: ser un poeta secreto implica que quienes se acerquen a ti gocen de tu aura, haciendo de la experiencia estética un rito extraordinario por añadirse a la obra una colección de elementos que la sobrepasan al proceder de la vida, pero representar ese papel en carne propia es una guerra, y más cuando tú, poeta, quieres que tus palabras, tras nacer, vuelen y sean barro de todos, como sucede con Sevilla. No es posible, en este sentido, guionizar lo auténtico, ni mucho menos controlar los efectos nefastos pero resplandecientes de un paso original por esta tierra. Una actitud, en definitiva, que confunde poesía y vida haciendo de estos poemas un hombre y de un hombre estos poemas, en igual balanza.
            Irremisiblemente, a estas palabras habría que añadir muchas conversaciones que hemos tenido juntos, como la última, en la que me solicitó este prólogo, y donde Sevilla me expresaba convencido que la escritura que hagamos ahora será contenido vivo para los genios del futuro. Consciente siempre de su tradición pero no por ello doblegado a ella, conocedor de las miserias, las bazofias y las injusticias, admirador de los detalles que conmueven a Dios, cómplice del reservado mañana, hermano de la viveza y amigo de los que le quieren y cuidan, en su palabra late siempre una verdad, a veces oculta por la pasión con la que se enfrenta a la realidad cada segundo, cada mes, cada siglo.
            Francisco José Sevilla, como Picasso, tiene respuestas, y alguna pregunta. Quien piense que quien ha escrito estos poemas ha perdido la cabeza, es falso: es el poeta –íntegro, sabio, iluminador– quien ha hecho que el lenguaje la pierda, y no al revés.


Á. G.
14/03/2019