9 de febrero de 2020

EJERCICIOS DE QUÍMICA: Un párrafo sobre Oliverio Girondo


Desde su seguridad viajada, colocando entre comillas términos nuevos, Oliverio Girondo (1891-1967) exploró otras tierras, tal y como hago yo ahora, escribiendo estas líneas desde Hungría. Dichos viajes, anhelo de mundo, servirían para producir una gran impronta personal en el poeta, a la que habría que sumar las consecuencias de estas experiencias para su escritura de globo terráqueo. Norah Lange, escritora también, le sería conocida en un homenaje a Ricardo Güiraldes, al cual asisten todos los martinfierristas, para terminar siendo su cónyuge, mientras venía de un paseo con Borges. Una botella de vino cayó entre ambos, diciendo Oliverio: «Parece que va a correr la sangre entre nosotros». El afán continuo de exclamación e interrogación que nos propone Girondo no es más que una extensión dulce de un temperamento irónico, pero que se adueña del sistema comunicativo por lo humano y nuevo que su arquitectura engarza. En su escritura, paralela a los ambientes del ultraísmo en un primer momento, podemos descubrir sin desgana aquella máxima de Baudelaire sobre la novedad en el poeta y su búsqueda excesiva, un camino que el propio Oliverio asumirá con la coherencia de los grandes creadores. Su obra, en conjunto, cumple con ese camino que sitúa a la vanguardia y sus efectos hacia el final del recorrido, añadiendo a esa vanguardia una connotación relativa al progreso. Con menos de diez textos cerrados a lo largo de todo su viaje, Girondo dará comienzo a su andadura literaria en 1922 (año importante, recordémoslo, con Trilce, Ulises y La tierra baldía) con Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, cuyo movimiento y entusiasmo podemos reconocer desde el principio. En ellos, desde Douarnenez a Brest a Venecia a Buenos Aires a Sevilla parece hacer crónica de una fluidez que se emparenta con la vida desde el segundo cero, y que trata de transmitir con la misma viveza y encanto con los que parece florecer todo a su alrededor: «Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar». Son poemas con origen en la vida y con destino igual, parecen escritos en minutos y albergan imágenes de una gran plasticidad, nota usual en Girondo. El viaje, fundado en una suerte de aura cercana al descubrimiento, es viaje para el lector, el cual percibe como deseo los estímulos prestados a través del poema. El lector, de a una, desea conocer, saber, transportarse a las escenas que el poeta esboza con mano segura, y cuyo halo queda latiendo como fragmento de una conversación robada. Y es que Europa, al igual que para muchos compañeros suyos de generación, supuso la apertura de una larga serie de emociones transatlánticas, mezcladas en el caso de Girondo con una especie de deber, ya que el destino correcto del hijo de familia era un objetivo obligado por parte de su entorno más directo, al cual Oliverio respondería siguiendo con su carrera de abogado siempre y cuando le permitieran viajar. Este afán de mundo estará presente a lo largo de toda su producción, la cual parece escribir con la paciencia de un gran estratega. ¿Qué ocurriría si no hubiese convertido en símbolo propio a la vaca o hubiera prescindido de Interlunio, uno de sus mayores logros en el terreno de la prosa experimental? ¿Podríamos seguir hablando de agudeza y amor formal sin sus Membretes, suerte de aforismos que funcionan igual que el mejor de los panópticos? ¿Qué sería, en este sentido, de Oliverio Girondo, sin En la masmédula, el último de sus libros? Girondo parece saber que su obra se cerrará a su debido tiempo, y por ello camina sobre seguro con libros certeros, de innegable exactitud, en lo que se constituye accidentalmente como una búsqueda de estilo entonada desde el principio con el augurio de una certeza. También son notables, lo sabemos, los retorcimientos léxicos, hecho que emparenta a Girondo con autores de la talla de Vallejo o Huidobro, y cuyas interrelaciones tan bien expuso Saúl Yurkievich en Fundadores de la nueva poesía latinoamericana. En Girondo, con todo, a excepción de lo tocante a su alegato final, esa maleabilidad se genera dentro de la lengua, no hacia una otredad, lo que hace de la empatía algo felizmente corrosivo, a lo que el lector quiere sumarse: «Siempre llega mi mano/ más tarde que otra mano que se mezcla a la mía/ y forman una mano.// Cuando voy a sentarme/ advierto que mi cuerpo/ se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse/ adonde yo me siento.// Y en el preciso instante/ de entrar a una casa,/ descubro que ya estaba/ antes de haber llegado.// Por eso es muy posible que no asista a mi entierro,/ y que mientras me rieguen de lugares comunes,/ ya me encuentre en la tumba,/ vestido de esqueleto,/ bostezando los tópicos y los llantos fingidos». Esta forma de estar dentro de la lengua no es un mecanismo común, sino una concepción cercana a la noción de desvío pero sin la dinamita necesaria que impediría el reconocimiento; una flexibilidad que, sobremanera, se gesta con versos cortos, fugaces, autónomos en cierto modo, y con el adjetivo como elección principal dentro de la materia literaria. La elección del adjetivo está vinculada asimismo con el sustantivo, el cual parece actuar como adjetivo y viceversa. Mi interpretación sobre esta consecución del sentido que maniobra Girondo a través de objetivos claros es la de percibir el lenguaje como un infinito juego, en el que la verdad que crea el poema es resultado de multitud de desequilibrios que dan lugar, en su punto álgido, a una nueva forma de encarar el maltratado lenguaje poético, usado como objeto utilitario y maltratado por ello. Como temas presentes, ya lo hemos vislumbrado con la idea del viaje, se halla el gran imaginario de la ciudad, tan afirmado como negado dependiendo del punto de la obra de Girondo que elijamos. Esta ambivalencia, creo sentir, esconde el conflicto mismo que Girondo albergaba en torno a dicho escenario, fuente tanto de las mejores de sus imágenes como de los símbolos peores, como la baba, o viscosidad de los seres. Se produce, en cualquier caso, cierto método en los poemas de Oliverio, como si hubiese encontrado una fórmula, hecho que nos debería irritar de no ser por la originalidad que realmente los basa, para desautomatizarse después, y que se antepone en mucho a las poéticas de la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica. A nivel psicológico, se producen tensiones, cambios de humor y saltos en el afecto, que parecen enfocados a alterar la disposición anímica del futuro lector, como una campana que sostuviera la sangre. La frase de Keats que siempre citaba José Ángel Valente y que refiere a la disolución del yo en el poeta de forma obligada para el hecho poético está también en Girondo, cuando dice aquello de «Yo soy un cocktail», palabras que nos podrían servir de arte poética, aludiendo al conjunto poliédrico de sus personalidades. Este yo disuelto es fácilmente visible en la obra del poeta argentino, pese a su firme voluntad de estilo, la cual ya hemos explorado. En definitiva, se trata de un sujeto lírico experimental que cumple con las voluntades del sueño y su lógica, de tintes surrealistas. En efecto, el surrealismo es en Girondo de una presencia importante, como lo será en todos los poetas vanguardistas posteriores al primer tercio del siglo XX. Ejemplo de este camino es el caso de Alejandra Pizarnik, que llevó a cabo el proceso de la vida como obra de arte, proyecto fundamental del ideario surrealista. Con todo, la estructuración mental opera entre nosotros con destino a un objetivo, eludiendo el peso del azar, lo que estará presente en DADÁ, o marco anterior. Será en Espantapájaros (Al alcance de todos), libro de poemas en prosa antecedido por un caligrama, donde se demostrará el convencimiento y la retórica de Girondo. Desde una indagación del yo poético en relación a la ficción, se plantean en él situaciones impensables que añaden un carácter sorpresivo a la interlocución. El sujeto que ocupa el espacio liminar del poema pasa de ser una víctima de su propia solidaridad a ser un hombre que solo admite la realidad a través de la sublimación. Desde una prosa esculpida que todos desearíamos para desarrollos de mayor alcance, las palabras chocan como seda y cristal, en lo que supone un verdadero ejercicio especulativo en torno a los límites de lo enunciado: «Renuncié a las sociedades de beneficencia, a los ejercicios respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria el horario de los trenes que no tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el recato y el bacalao. No consentí ninguna concomitancia con la concupiscencia, con la constipación. Fui metodista, malabarista, monogamista. Amé las contradicciones, las contrariedades, los contrasentidos… y caí en el gatismo, con una violencia de gatillo». Pintura moderna, ensayo posterior a modo de prólogo y compilado en la edición muy conocida de Losada (muy recomendable, prologada por Enrique Molina, con el que a su vez tradujo Una temporada en el Infierno, de Arthur Rimbaud), se caracteriza igualmente por esta lengua plena de matices y plasticidad. Son líneas conscientes de la historia y los ambientes donde se construyeron autores como Cézanne, Picasso o Derain, y demuestran el bagaje de nuestro poeta en torno a la historia del arte. No en vano, dibujos y pinturas ocuparán un lugar importante como correlato en alguna de las obras del poeta, una obsesión que le llevará a pintar en su madurez. En cualquier caso, desde la historiografía pero armado de un fuerte sentido crítico, Girondo desdice y cimenta desde su sabiduría ornamental hasta conformar una suerte de ensayo vivo, accesible desde su predicamento y su lengua suave en tanto en cuanto es comunicable, aunque sin perder su poso transformador. Continuando en este valle de matices, otra constante en Girondo es, igual que para el niño, el asombro, patente en poemas como aquel donde, después de dar las gracias a una muy amplia cantidad de elementos vivos e inertes, e incluso palabras mismas, el yo poético se despide afirmándose: «Oliverio Girondo,/ agradecido». Este asombro, igual que la sinceridad, el poeta argentino sabe que se construye con palabras, de ahí que tenga que atravesar todo el lenguaje para su nombramiento. Lo más complejo de este proceso es atender a cómo, pensando como el Girondo escritor, de qué manera él, sabiendo de antemano lo que quiere decir, dónde quiere llegar, crea un escenario previo donde parece no tener deriva o punto final claros, transmitiendo esa difícil sensación al lector. Así, Girondo consolida una altitud de lo sincero como mecanismo discursivo. El objetivo principal, de fondo, es conquistar el deslumbramiento, y hacia dicha tarea las palabras deben servir para tal propósito, un hecho que provoca dificultades ya que Girondo pelea y pelea con el lenguaje hasta sus últimas centésimas. Es fácil imaginar, pues, que queramos acercarnos a este poeta unas veces de la alegría, óptimo incluso para un niño niño, y otras del negro humor. La sabiduría de Girondo se esconde en sus procedimientos nada usuales, mezcla de magia y verdad. Muchas veces el poema parece partir de una conclusión, apropiándose de ideas universales, como el cansancio: «Cansado,/ sobre todo,/ de estar siempre conmigo,/ de hallarme cada día,/ cuando termina el sueño,/ allí, donde me encuentre,/ con las mismas narices/ y con las mismas piernas;/ como si no deseara/ esperar la rompiente con un cutis de playa,/ ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,/ acariciar la tierra con un vientre de oruga,/ y vivir, unos meses, adentro de una piedra». Así, se ensalzan sentimientos cuyo corazón es compartido por todos, lo que hace de la experiencia poética un paseo por un jardín conocido, pero raro de estatuas y fuentes. Paseo: una palabra con sentido en la poética de Girondo, el cual muestra y esconde con gana. El ánimo de mundo en el que hacen casa sus poemas nos quiere llevar lejos, hasta a veces dejarnos allí. Será solo en la vuelta cuando seamos conscientes, como lectores procedentes de la vida, de las verdaderas dimensiones del desplazamiento. Nomadismo, en efecto, que demanda nuestras largas suelas de madera, para llegar tan lejos como el poema requiera. Son estas tensiones las que dan lugar al meritorio ejercicio de la analogía y la asociación, génesis de la poética de nuestro poeta del mismo modo que cuando Lorca decía que la poesía es aquello que ocurre entre dos palabras que nunca antes habían soñado juntarse. Fruto de ese choque, nuestra lógica se ve rota, pues los significantes despedazan al significado, al cual muy misteriosamente se deben. Esta relación en su escritura es más femenina que masculina, si atendemos a la separación que hacía Kristeva entre la fase semiótica y la posterior fase simbólica, que todo ser humano, en tanto criatura cultural, encarna, y que refiere primero a lo femenino y después a lo masculino. Girondo también plantea giros del yo en torno al lector, el cual pasa a participar del poema como un ser activo sobre el que recae la fuerza motriz del eje comunicativo. Este yo, con origen en Girondo, parece después abrirse hasta una disolución, donde el lector se convierte, de a una, en un elemento necesario y preciso dentro de su lógica. Así, en poemas como Comunión plenaria, Girondo hace gala de su énfasis por ser parte esencial del mundo que le rodea, si bien es verdad que desde su categorización más universal: «El mármol, los caballos/ tienen mis propios venas./ Cualquier dolor lastima/ mi carne, mi esqueleto./ ¡Las veces que me he muerto/ al ver matar un toro!...». Fusionándose con su alrededor e interrumpiendo por ello el nexo entre naturaleza y cultura, Girondo desvía su yo incluso hacia los objetos o la materia inerte, hasta dotarlos de esencia. Este último punto de vista bien podría hacer de Oliverio Girondo un poeta vinculado a la (pos)modernidad, y a ese poema de Ginsberg en concreto donde, dentro de un supermercado, el cual parece poder visitarse como si fuera un museo, aparece Walt Whitman, poeta épico. En Girondo es igualmente palpable el mundo del misterio. Una erótica que antepone lo abierto a lo cerrado, muchas veces localizado en historietas, cuentecillos, artefactos literarios de una muy eficiente arcilla narrativa. Es igualmente notorio el grado y la dosis de humanidad que Girondo confiere a alguno de sus textos. En Hay que compadecerlos, por ejemplo, dicha humanidad se resuelve en compasión, un resorte que anula las connotaciones negativas de lo emulado para llegar a dicho perdón: «No saben./ ¡Perdonadlos!/ No saben lo que han hecho,/ lo que hacen,/ por qué matan,/ por qué hieren las piedras,/ masacran los paisajes./ No saben./ No lo saben…/ No saben por qué mueren». Textos más conceptuales como Desmemoria plantean un complejo cruce de caminos: lo abstracto y la historia. Desde varias preguntas retóricas que apuntan a ningún sitio, se cierra el poema con un «¡Son demasiados siglos!», objetivo real de la disertación. Dicho mapa de intenciones nos hace pensar en el poeta de capas que es Girondo, esto es, un creador que satisface varias perspectivas, incluso antagónicas, desde un mismo texto. Y ¿qué decir de Campo nuestro, ese largo poema avanzado dentro de la producción de Girondo que tanto tiene que ver con lo sagrado, el símbolo y lo religioso? Acudiendo inclusive, formalmente, a la rima y las estructuras asonantadas, en él se dan todas las cualidades de la descripción y el canto, hasta emparentar a Girondo con poetas como Lezama Lima o Ernesto Cardenal en lo relativo al concepto, u organización del imaginario y su direccionalidad hacia la historia de su continente. En lo que parecen semejarse a fragmentos, se constituye en conjunto un todo que hace alusión al campo como sujeto más que como objeto, pese a ser también el centro de reunión de las palabras del poeta. Durante el poema, percibimos oposiciones constantes: «¿A qué sabrán tus pastos/ cuando logren, por fin, domesticarte/ y en vez de campo potro desbocado/ te transformes en campo endomingado?» Esta mistificación del campo, contraria a la deriva de la maquinaria capitalista, el hambre voraz de la metrópolis y sus excesos nefastos, acaba en una suerte de giro religioso: «Ante ti se arrodilla mi silencio», lo que nos dice que Girondo le atribuye a este espacio, suma de ensoñaciones, caracteres divinos. Una deriva, en conjunto, que apunta hacia el desencanto literario que acabará siendo En la masmédula, su libro final, donde el lenguaje se aleja de lo religioso para atender al zaum de los formalistas rusos, es decir, a la autonomía del contenido fónico frente a la significación. En este texto rarísimo, que hace de taller o laboratorio y frente al que, posteriormente, cualquier autor se convierte en autor epigonal al darse el caso de investigar el lenguaje de forma paralela a como lo hace nuestro poeta, los textos están gobernados por un afán de libertad y muerte, con vocablos tensados hasta la extenuación: «mi lu/ mi luar/ mi mito/ demonoave dea rosa/ mi pez hada/ mi luvisita nimia/ mi lubísnea/ mi lu más lar/ más lampo/ mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio/ mi lubella lusola/ mi total lu plevida/ mi toda lu/ lumía». Estas palabras proceden a veces de las raíces de otras, como hemos podido vislumbrar en este ejemplo anterior, hasta dar lugar a términos nuevos; otras veces, la sintaxis es lo que produce, en aéreo, el giro. Esta especie de desintegración del lenguaje tiene que ver, sin quererlo, con la Nada: «qué nada toco/ en todo». Una Nada que no debe confundirse con la falta de vigor sino con lo temático de la fuerza que lo impulsa, y que encuentra en En la masmédula, testamento del autor, su vía de escape o detonante definitivo.

Budapest-Madrid, febrero-marzo de 2019

5 de febrero de 2020

PRÓLOGO FALLIDO A FRANCISCO JOSÉ SEVILLA, QUE AHORA ES UN HOMENAJE


Francisco José Sevilla (Úbeda, 1970) sabe que la poesía no es solo una palabra, pese a que la sinceridad se construya con palabras, sino un acto, un órgano que toca con la vida, a la que la poesía siempre se debe. Yendo aún más lejos: el poema es un exceso de vida, donde la lírica acontece como un accidente o desborde de una fuerza. Yo no sé, en este sentido, cuándo este poeta conoció la poesía, pero sé de lejos que la percibe, la ha aprehendido y a ella se ha entregado como si la decisión fuera a vida o muerte. Sabemos que mucho se tiene que dar para que un artista verdadero aparezca, que muchas circunstancias implican ese nacimiento bronco. Sevilla conoce la gravedad de los limones, el espectáculo de las maderas y los secretos de cada corazón personal y, al mismo tiempo, trae alguna noche a su buhardilla a Salvador Dalí, al que es capaz de seguir en la conversación como lo harían muy pocos. Y es que, sin lugar para la duda o el arrepentimiento, podemos decir que estamos ante un chamán, un artífice de las fuerzas naturales, que todos le hemos visto invocar con la ilusión de un niño niño en calles o recitales de Madrid, ciudad que ya le reserva un lugar seguro en la memoria.
            Estamos, lo digo de antemano, ante un libro extrañísimo, probablemente una de las primeras pinturas rupestres dentro de la época robótica y los congresos sobre PNL. Se trata, en aéreo, de una investigación, cuyas consecuencias son el estiramiento y la maleabilidad de un lenguaje que dan pie a una nueva lengua. La radicalidad de los signos es, a veces, razón para el misterio. Ellos, tal y como están dispuestos en estos poemas, conllevan con su aparición tales trabas comunicativas que, a priori, examinando los textos en conjunto (así lo harían Ezra Pound, e. e. cummings o Rodrigo Lira), podríamos pensar que Sevilla quiere desafiarnos, hasta hacer de la experiencia lectora un milagro imposible, un juego perfecto cuyo engarce nos sitúa como prestidigitadores o egiptólogos. De no ser por el calor y el color de su lirismo, sería sencillo establecer que Sevilla no quiere comunicar, o que lo quiere pero a costa de un esfuerzo, exactamente el mismo recorrido que él transitó durante su creación y que ahora nos es transferido. La sorpresa adviene cuando tomamos conciencia, al percibir la sublime belleza de sus contenidos, profundamente originales, de que el poema es valiente, pleno, humano y radicalmente imaginativo. Cualidades, lo veréis, que el poeta espera recibir a partes iguales por parte de sus lectores, en los cuales piensa desmesuradamente. Ejemplo de esto último son las constantes citas y dedicatorias, las primeras tejiendo una suerte de intertexto arquitectónico y las segundas creando una gran fiesta o auditorio.
            En cualquier caso, la novedad que subyace bajo este experimento es el valor que se le otorga a la forma, rota pretendidamente hasta conformar un desvío, ecuación que en el infinito imaginario de Sevilla podría hacer de este libro una obra brechtiana si fuera adaptada al teatro, en tanto en cuanto dicha tensión de la forma produce un distanciamiento constante que nos permite entrar y salir de la obra de manera consciente y crítica, con un sentido de la empatía ambivalente y en oposición a la catarsis aristotélica. Lukács, escribiendo sobre los griegos, aludía a que la Estética ocupa en ellos el lugar de la Metafísica, idea que perfectamente podríamos hacer propia para este libro. A primera vista, cada texto parece amparado por el azar más salvaje, pero ya sea con el telescopio de los techos o el microscopio del sutil guisante, vemos al poco que en ellos se esconde realmente una voz clara en su direccionalidad, con objetivos claros pretendidos previamente. Así, todo el pensamiento que genera este lenguaje alucinado, siempre blindado por el amor y el vigor, y ambientado tanto en mundillos clásicos como en la ciencia-ficción, paradójicamente se resuelve hacia el tiempo presente hasta sentir la emergencia del mundo. No es idiota, por tanto, la reflexión sobre el cómo, sino un torno de arcilla o espejo brutal que hace de Narciso un necio y de la NASA un arte.
            Sobre los mecanismos y trucos que Sevilla efectúa en estas páginas, vemos cómo el aforismo, la sentencia o las greguerías ocupan un lugar central, hecho que le emparenta con la época. A estos tejidos se mezclan de forma mistérica el empleo del soneto, las estructuras asonantadas, un agudo sentido del ritmo bajo una preciosista puntuación, dibujar cada poema y algunos detalles o manías como el empleo del etcétera, los puntos suspensivos o las exclamaciones constantes, constantes en la obra de Sevilla. La obra de Sevilla también ocupa un lugar importante en la propia obra, a modo de metaliteratura. Si leemos con atención alguno de sus otros títulos, caeremos en la cuenta de que, consciente o inconscientemente, ha creado una especie de sistema, como ya concibiera Pedro Casariego al pensar la poesía narrativamente. En este libro encontraremos, ya sea de forma figurada o por medio de esbozos, continuaciones y derivas que apuntan a un proyecto mayor, o bien fragmentos que ya están presentes de forma análoga en otros libros o bien, si hemos podido tratar con Sevilla en alguna ocasión, serán versos que saldrán de su propia boca, porque con ellos vive y convive. En lo tocante a lo temático, es claro su gusto por lo raro y el constante matiz, enfoques que hacen del equilibrio un negro castillo de difícil conquista, y que Sevilla no solo logra, probablemente por su enorme intuición, sino que además resuelve en armonía.
            Todo este embrollo da lugar a una concepción de la poesía como lugar de resistencia. Sevilla es de los que saben que la poesía son 40 años, más una maratón que unos 110 metros vallas, y también encarna el hecho de ser una anomalía, erótica que le está reservada a algunos escritores. Por decirlo con otras palabras: ser un poeta secreto implica que quienes se acerquen a ti gocen de tu aura, haciendo de la experiencia estética un rito extraordinario por añadirse a la obra una colección de elementos que la sobrepasan al proceder de la vida, pero representar ese papel en carne propia es una guerra, y más cuando tú, poeta, quieres que tus palabras, tras nacer, vuelen y sean barro de todos, como sucede con Sevilla. No es posible, en este sentido, guionizar lo auténtico, ni mucho menos controlar los efectos nefastos pero resplandecientes de un paso original por esta tierra. Una actitud, en definitiva, que confunde poesía y vida haciendo de estos poemas un hombre y de un hombre estos poemas, en igual balanza.
            Irremisiblemente, a estas palabras habría que añadir muchas conversaciones que hemos tenido juntos, como la última, en la que me solicitó este prólogo, y donde Sevilla me expresaba convencido que la escritura que hagamos ahora será contenido vivo para los genios del futuro. Consciente siempre de su tradición pero no por ello doblegado a ella, conocedor de las miserias, las bazofias y las injusticias, admirador de los detalles que conmueven a Dios, cómplice del reservado mañana, hermano de la viveza y amigo de los que le quieren y cuidan, en su palabra late siempre una verdad, a veces oculta por la pasión con la que se enfrenta a la realidad cada segundo, cada mes, cada siglo.
            Francisco José Sevilla, como Picasso, tiene respuestas, y alguna pregunta. Quien piense que quien ha escrito estos poemas ha perdido la cabeza, es falso: es el poeta –íntegro, sabio, iluminador– quien ha hecho que el lenguaje la pierda, y no al revés.


Á. G.
14/03/2019