Francisco José Sevilla
(Úbeda, 1970) sabe que la poesía no es solo una palabra, pese a que la
sinceridad se construya con palabras, sino un acto, un órgano que toca con la
vida, a la que la poesía siempre se debe. Yendo aún más lejos: el poema es un
exceso de vida, donde la lírica acontece como un accidente o desborde de una
fuerza. Yo no sé, en este sentido, cuándo este poeta conoció la poesía, pero sé
de lejos que la percibe, la ha aprehendido y a ella se ha entregado como si la
decisión fuera a vida o muerte. Sabemos que mucho se tiene que dar para que un
artista verdadero aparezca, que muchas circunstancias implican ese nacimiento
bronco. Sevilla conoce la gravedad de los limones, el espectáculo de las
maderas y los secretos de cada corazón personal y, al mismo tiempo, trae alguna
noche a su buhardilla a Salvador Dalí, al que es capaz de seguir en la
conversación como lo harían muy pocos. Y es que, sin lugar para la duda o el
arrepentimiento, podemos decir que estamos ante un chamán, un artífice de las
fuerzas naturales, que todos le hemos visto invocar con la ilusión de un niño
niño en calles o recitales de Madrid, ciudad que ya le reserva un lugar seguro
en la memoria.
Estamos, lo digo de antemano, ante un libro extrañísimo,
probablemente una de las primeras pinturas rupestres dentro de la época
robótica y los congresos sobre PNL. Se trata, en aéreo, de una investigación,
cuyas consecuencias son el estiramiento y la maleabilidad de un lenguaje que dan pie a una nueva lengua. La radicalidad de los signos es, a veces, razón para el
misterio. Ellos, tal y como están dispuestos en estos poemas, conllevan con su
aparición tales trabas comunicativas que, a priori, examinando los textos en
conjunto (así lo harían Ezra Pound, e. e. cummings o Rodrigo Lira), podríamos
pensar que Sevilla quiere desafiarnos, hasta hacer de la experiencia lectora un
milagro imposible, un juego perfecto cuyo engarce nos sitúa como
prestidigitadores o egiptólogos. De no ser por el calor y el color de su
lirismo, sería sencillo establecer que Sevilla no quiere comunicar, o que lo
quiere pero a costa de un esfuerzo, exactamente el mismo recorrido que él
transitó durante su creación y que ahora nos es transferido. La sorpresa
adviene cuando tomamos conciencia, al percibir la sublime belleza de sus
contenidos, profundamente originales, de que el poema es valiente, pleno,
humano y radicalmente imaginativo. Cualidades, lo veréis, que el poeta espera
recibir a partes iguales por parte de sus lectores, en los cuales piensa
desmesuradamente. Ejemplo de esto último son las constantes citas y
dedicatorias, las primeras tejiendo una suerte de intertexto arquitectónico y
las segundas creando una gran fiesta o auditorio.
En cualquier caso, la novedad que subyace bajo este
experimento es el valor que se le otorga a la forma, rota pretendidamente hasta
conformar un desvío, ecuación que en el infinito imaginario de Sevilla podría
hacer de este libro una obra brechtiana si fuera adaptada al teatro, en tanto
en cuanto dicha tensión de la forma produce un distanciamiento constante que
nos permite entrar y salir de la obra de manera consciente y crítica, con un
sentido de la empatía ambivalente y en oposición a la catarsis aristotélica.
Lukács, escribiendo sobre los griegos, aludía a que la Estética ocupa en ellos
el lugar de la Metafísica, idea que perfectamente podríamos hacer propia para
este libro. A primera vista, cada texto parece amparado por el azar más
salvaje, pero ya sea con el telescopio de los techos o el microscopio del sutil
guisante, vemos al poco que en ellos se esconde realmente una voz clara en su
direccionalidad, con objetivos claros pretendidos previamente. Así, todo el
pensamiento que genera este lenguaje alucinado, siempre blindado por el amor y el
vigor, y ambientado tanto en mundillos clásicos como en la ciencia-ficción,
paradójicamente se resuelve hacia el tiempo presente hasta sentir la emergencia
del mundo. No es idiota, por tanto, la reflexión sobre el cómo, sino un torno
de arcilla o espejo brutal que hace de Narciso un necio y de la NASA un arte.
Sobre los mecanismos y trucos que Sevilla efectúa en
estas páginas, vemos cómo el aforismo, la sentencia o las greguerías ocupan un
lugar central, hecho que le emparenta con la época. A estos tejidos se mezclan
de forma mistérica el empleo del soneto, las estructuras asonantadas, un agudo
sentido del ritmo bajo una preciosista puntuación, dibujar cada poema y algunos
detalles o manías como el empleo del etcétera, los puntos suspensivos o las
exclamaciones constantes, constantes en la obra de Sevilla. La obra de Sevilla
también ocupa un lugar importante en la propia obra, a modo de metaliteratura.
Si leemos con atención alguno de sus otros títulos, caeremos en la cuenta de
que, consciente o inconscientemente, ha creado una especie de sistema, como ya
concibiera Pedro Casariego al pensar la poesía narrativamente. En este libro
encontraremos, ya sea de forma figurada o por medio de esbozos, continuaciones
y derivas que apuntan a un proyecto mayor, o bien fragmentos que ya están
presentes de forma análoga en otros libros o bien, si hemos podido tratar con
Sevilla en alguna ocasión, serán versos que saldrán de su propia boca, porque
con ellos vive y convive. En lo tocante a lo temático, es claro su gusto por lo
raro y el constante matiz, enfoques que hacen del equilibrio un negro castillo de
difícil conquista, y que Sevilla no solo logra, probablemente por su enorme
intuición, sino que además resuelve en armonía.
Todo este embrollo da lugar a una concepción de la poesía
como lugar de resistencia. Sevilla es de los que saben que la poesía son 40
años, más una maratón que unos 110 metros vallas, y también encarna el hecho de
ser una anomalía, erótica que le está reservada a algunos escritores. Por
decirlo con otras palabras: ser un poeta secreto implica que quienes se
acerquen a ti gocen de tu aura, haciendo de la experiencia estética un rito
extraordinario por añadirse a la obra una colección de elementos que la
sobrepasan al proceder de la vida, pero representar ese papel en carne propia
es una guerra, y más cuando tú, poeta, quieres que tus palabras, tras nacer,
vuelen y sean barro de todos, como sucede con Sevilla. No es posible, en este
sentido, guionizar lo auténtico, ni mucho menos controlar los efectos nefastos
pero resplandecientes de un paso original por esta tierra. Una actitud, en
definitiva, que confunde poesía y vida haciendo de estos poemas un hombre y de
un hombre estos poemas, en igual balanza.
Irremisiblemente, a estas palabras habría que añadir muchas
conversaciones que hemos tenido juntos, como la última, en la que me solicitó
este prólogo, y donde Sevilla me expresaba convencido que la escritura que
hagamos ahora será contenido vivo para los genios del futuro. Consciente
siempre de su tradición pero no por ello doblegado a ella, conocedor de las
miserias, las bazofias y las injusticias, admirador de los detalles que
conmueven a Dios, cómplice del reservado mañana, hermano de la viveza y amigo
de los que le quieren y cuidan, en su palabra late siempre una verdad, a veces
oculta por la pasión con la que se enfrenta a la realidad cada segundo, cada
mes, cada siglo.
Francisco José Sevilla, como Picasso, tiene respuestas, y
alguna pregunta. Quien piense que quien ha escrito estos poemas ha perdido la
cabeza, es falso: es el poeta –íntegro, sabio, iluminador– quien ha hecho que
el lenguaje la pierda, y no al revés.
Á. G.
14/03/2019