5 de febrero de 2020

PRÓLOGO FALLIDO A FRANCISCO JOSÉ SEVILLA, QUE AHORA ES UN HOMENAJE


Francisco José Sevilla (Úbeda, 1970) sabe que la poesía no es solo una palabra, pese a que la sinceridad se construya con palabras, sino un acto, un órgano que toca con la vida, a la que la poesía siempre se debe. Yendo aún más lejos: el poema es un exceso de vida, donde la lírica acontece como un accidente o desborde de una fuerza. Yo no sé, en este sentido, cuándo este poeta conoció la poesía, pero sé de lejos que la percibe, la ha aprehendido y a ella se ha entregado como si la decisión fuera a vida o muerte. Sabemos que mucho se tiene que dar para que un artista verdadero aparezca, que muchas circunstancias implican ese nacimiento bronco. Sevilla conoce la gravedad de los limones, el espectáculo de las maderas y los secretos de cada corazón personal y, al mismo tiempo, trae alguna noche a su buhardilla a Salvador Dalí, al que es capaz de seguir en la conversación como lo harían muy pocos. Y es que, sin lugar para la duda o el arrepentimiento, podemos decir que estamos ante un chamán, un artífice de las fuerzas naturales, que todos le hemos visto invocar con la ilusión de un niño niño en calles o recitales de Madrid, ciudad que ya le reserva un lugar seguro en la memoria.
            Estamos, lo digo de antemano, ante un libro extrañísimo, probablemente una de las primeras pinturas rupestres dentro de la época robótica y los congresos sobre PNL. Se trata, en aéreo, de una investigación, cuyas consecuencias son el estiramiento y la maleabilidad de un lenguaje que dan pie a una nueva lengua. La radicalidad de los signos es, a veces, razón para el misterio. Ellos, tal y como están dispuestos en estos poemas, conllevan con su aparición tales trabas comunicativas que, a priori, examinando los textos en conjunto (así lo harían Ezra Pound, e. e. cummings o Rodrigo Lira), podríamos pensar que Sevilla quiere desafiarnos, hasta hacer de la experiencia lectora un milagro imposible, un juego perfecto cuyo engarce nos sitúa como prestidigitadores o egiptólogos. De no ser por el calor y el color de su lirismo, sería sencillo establecer que Sevilla no quiere comunicar, o que lo quiere pero a costa de un esfuerzo, exactamente el mismo recorrido que él transitó durante su creación y que ahora nos es transferido. La sorpresa adviene cuando tomamos conciencia, al percibir la sublime belleza de sus contenidos, profundamente originales, de que el poema es valiente, pleno, humano y radicalmente imaginativo. Cualidades, lo veréis, que el poeta espera recibir a partes iguales por parte de sus lectores, en los cuales piensa desmesuradamente. Ejemplo de esto último son las constantes citas y dedicatorias, las primeras tejiendo una suerte de intertexto arquitectónico y las segundas creando una gran fiesta o auditorio.
            En cualquier caso, la novedad que subyace bajo este experimento es el valor que se le otorga a la forma, rota pretendidamente hasta conformar un desvío, ecuación que en el infinito imaginario de Sevilla podría hacer de este libro una obra brechtiana si fuera adaptada al teatro, en tanto en cuanto dicha tensión de la forma produce un distanciamiento constante que nos permite entrar y salir de la obra de manera consciente y crítica, con un sentido de la empatía ambivalente y en oposición a la catarsis aristotélica. Lukács, escribiendo sobre los griegos, aludía a que la Estética ocupa en ellos el lugar de la Metafísica, idea que perfectamente podríamos hacer propia para este libro. A primera vista, cada texto parece amparado por el azar más salvaje, pero ya sea con el telescopio de los techos o el microscopio del sutil guisante, vemos al poco que en ellos se esconde realmente una voz clara en su direccionalidad, con objetivos claros pretendidos previamente. Así, todo el pensamiento que genera este lenguaje alucinado, siempre blindado por el amor y el vigor, y ambientado tanto en mundillos clásicos como en la ciencia-ficción, paradójicamente se resuelve hacia el tiempo presente hasta sentir la emergencia del mundo. No es idiota, por tanto, la reflexión sobre el cómo, sino un torno de arcilla o espejo brutal que hace de Narciso un necio y de la NASA un arte.
            Sobre los mecanismos y trucos que Sevilla efectúa en estas páginas, vemos cómo el aforismo, la sentencia o las greguerías ocupan un lugar central, hecho que le emparenta con la época. A estos tejidos se mezclan de forma mistérica el empleo del soneto, las estructuras asonantadas, un agudo sentido del ritmo bajo una preciosista puntuación, dibujar cada poema y algunos detalles o manías como el empleo del etcétera, los puntos suspensivos o las exclamaciones constantes, constantes en la obra de Sevilla. La obra de Sevilla también ocupa un lugar importante en la propia obra, a modo de metaliteratura. Si leemos con atención alguno de sus otros títulos, caeremos en la cuenta de que, consciente o inconscientemente, ha creado una especie de sistema, como ya concibiera Pedro Casariego al pensar la poesía narrativamente. En este libro encontraremos, ya sea de forma figurada o por medio de esbozos, continuaciones y derivas que apuntan a un proyecto mayor, o bien fragmentos que ya están presentes de forma análoga en otros libros o bien, si hemos podido tratar con Sevilla en alguna ocasión, serán versos que saldrán de su propia boca, porque con ellos vive y convive. En lo tocante a lo temático, es claro su gusto por lo raro y el constante matiz, enfoques que hacen del equilibrio un negro castillo de difícil conquista, y que Sevilla no solo logra, probablemente por su enorme intuición, sino que además resuelve en armonía.
            Todo este embrollo da lugar a una concepción de la poesía como lugar de resistencia. Sevilla es de los que saben que la poesía son 40 años, más una maratón que unos 110 metros vallas, y también encarna el hecho de ser una anomalía, erótica que le está reservada a algunos escritores. Por decirlo con otras palabras: ser un poeta secreto implica que quienes se acerquen a ti gocen de tu aura, haciendo de la experiencia estética un rito extraordinario por añadirse a la obra una colección de elementos que la sobrepasan al proceder de la vida, pero representar ese papel en carne propia es una guerra, y más cuando tú, poeta, quieres que tus palabras, tras nacer, vuelen y sean barro de todos, como sucede con Sevilla. No es posible, en este sentido, guionizar lo auténtico, ni mucho menos controlar los efectos nefastos pero resplandecientes de un paso original por esta tierra. Una actitud, en definitiva, que confunde poesía y vida haciendo de estos poemas un hombre y de un hombre estos poemas, en igual balanza.
            Irremisiblemente, a estas palabras habría que añadir muchas conversaciones que hemos tenido juntos, como la última, en la que me solicitó este prólogo, y donde Sevilla me expresaba convencido que la escritura que hagamos ahora será contenido vivo para los genios del futuro. Consciente siempre de su tradición pero no por ello doblegado a ella, conocedor de las miserias, las bazofias y las injusticias, admirador de los detalles que conmueven a Dios, cómplice del reservado mañana, hermano de la viveza y amigo de los que le quieren y cuidan, en su palabra late siempre una verdad, a veces oculta por la pasión con la que se enfrenta a la realidad cada segundo, cada mes, cada siglo.
            Francisco José Sevilla, como Picasso, tiene respuestas, y alguna pregunta. Quien piense que quien ha escrito estos poemas ha perdido la cabeza, es falso: es el poeta –íntegro, sabio, iluminador– quien ha hecho que el lenguaje la pierda, y no al revés.


Á. G.
14/03/2019