7 de marzo de 2016

"NADIE ES SERIO HASTA LOS VEINTISIETE AÑOS": Martín Rodríguez-Gaona a propósito de "María Eugenia"


Quiero que conozcas que para mí tu eres 
la razón más importante para contrariar el contubernio
de la multitud, la suprema ignorancia 
y la ausencia de lírica en el hacer de la gente.

Á. G.


En 1870, en "Novela", su célebre poema de formación, Arthur Rimbaud escribió: "Nadie es serio a los diecisiete años". 146 años después, y visto el estado de nuestras sociedades, incluyendo, por supuesto, la coyuntura política española, la conclusión podría ser que debemos evitar ser serios siempre. No obstante, como la eternidad no es una materia humana, los medios masivos globalizados han decretado, muy democráticamente, en distintos estilos musicales, que es recomendable esquivar la seriedad hasta los 27 años cuando, si insistimos en mantenernos fuera de la norma, también se nos ofrece la posibilidad de dejar de ser.

En María Eugenia, su cuarto libro de poemas, Álvaro Guijarro persiste en su voluntad de vivir manifestándose y continúa en la tradición lingüística de Rimbaud -la de la palabra transformada por el desborde y el lujo-, esta vez con homenajes explícitos de por medio. Así, entre la crónica de los avatares y la cotidianidad de una pareja, se registra un peregrinaje a la tumba del genio en Charleville, su ciudad natal, anécdota que constituye uno de los puntos cruciales de la narración.

Esta visita al origen encierra la celebración y la estrategia que resumen el planteamiento del libro. En efecto, probablemente la mejor perspectiva para leer María Eugenia sea como un relato sostenido de situaciones más o menos comunes -cuatro secciones o estancias con viajes, promesas, encuentros y desencuentros-, elevado a otra esfera por la alquimia de la energía y la emoción verbal. Prosas, versículos y estrofas que comparten el anhelo de un estado visionario, y cuyo motivo o pretexto es una figura femenina que el autor se atreve, no sólo a llamar por su nombre, sino incluso a invocar como título de la obra en su conjunto.

Y un gesto tan radical no debería ser baladí: vivimos en tiempos en los que pronunciar un nombre amado supone una rebeldía, pues nos expone frente al poder, al consumo y es una forma explícita de desafiar, entre otras cosas, el decoro literario. En concordancia, lo peculiar de los personajes que protagonizan el libro -el poeta y su compañera, que por su acción, voz y méritos específicos, es más que una musa- sería que representan a aquellos eternos adolescentes que aspiran, nada más y nada menos, que a convertirse en adolescentes eternos: individuos que se atreven a creer en el valor de la ingenuidad (o la pureza), que viven para la experiencia artística y sueñan con construir un mito. Personas que luchan por mantener su autonomía, al menos por medio de la creación de juegos de lenguaje o de un anecdotario propio. Como se aprecia, ciudadanos poco recomendables, arrojados al mundo con conciencia de su finitud, seres saturados de literatura.

Entonces, paradójicamente, quizá la única posibilidad de ser honestos sea vivir en una representación. Esto, además, parece ser lo más natural para una generación inmersa en la hegemonía de lo virtual, ese vértigo de lo efímero. Lo peculiar de la propuesta de Álvaro Guijarro es que dicha identidad autorrepresentada se proyecta hacia lo íntimo, y por eso se apoya tanto en el amor como en un pasado entrañable -la bohemia simbolista y el decadentismo-, desarrollando de este modo una sensibilidad inconformista pero privada, que añora y respeta otros momentos en los que la rebelión era, más que posible, palpable, cotidiana.

Persistir en la adolescencia, por lo tanto, no es necesariamente sucumbir frente a lo que el mundo burgués califica como inmadurez, sino una estrategia de resistencia. Aquí resalta no sólo la dedicación a una actividad tan peregrina como la poesía, sino la forma de entregarse a ella: con exclusividad, día a día, en los bares, en las redes, a través de la autoedición, desdeñando los circuitos formales, sus editoriales y sus premios, apostando por interlocutores de carne y hueso.

Pero, en la búsqueda de la excepción, resulta determinante la buena fortuna de hallar a alguien -que promete o a quien se promete, da lo mismo-, pero cuya aura la convierte en estímulo para la creación de belleza y con quien se puede vivir, si fuese necesario, en propensión al abismo: "Yo necesitaba alguien que me esculpiera, alguien que diera sentido a mis actos". Un ser que desde su propia fragilidad está dispuesto a alimentar esa clave exaltada y que, llegado el momento, sabrá admirar y compartir nuestras cicatrices.

El mapa que traza las páginas de María Eugenia inevitablemente culmina en el melodrama que implica todo aprendizaje vital. La belleza que alguna vez habitó en nosotros no nos exime de la muerte ni del fracaso. Esta persona especial también será la emisaria con la que llegaremos a constatar que la vida no alcanza, que, pese a las buenas intenciones y a la publicidad, el amor casi nunca es suficiente. Siempre algo falla: el destino, la época y hasta nosotros mismos.

Pero la poesía enseña que nadie pierde siempre o por completo. Por eso María Eugenia concluye con un nacimiento mítico, un ser vivo que son los propios poemas: los hijos de una madre virgen. Retoños que, gracias a la lectura y el poder engendrador de la palabra, también se transformarán en los poemas del otro, quien contará, a su manera, una historia que antes fue nuestra.


3/3/2016
Champañería María Pandora
Madrid