10 de mayo de 2019

HACIA UN ESTILO SIN PALABRAS

Blanco sobre blanco (1918), Kazimir Malévich

Las palabras adquieren su propia sintaxis a través del pensamiento. El estilo es lo generado por el choque de esa organización unido a la voluntad del autor, hasta conformar una diferencia. Siempre hemos pensado que ese mecanismo doble se basa en lo matérico del signo, relevando el papel de los blancos, que pasan a descansar en un segundo plano, pero no en el éter propio de la poesía. Dichos silencios cumplen entre nosotros el papel de la muerte, ya que se configuran como ausencias o espacios increados. La personalidad de un poeta nace en el instante en que la fecundidad de esos signos entrelazados adquiere un cierto grado, y con ello otra acepción más alta en la escala de la significación. En este sentido, ¿no hemos sabido, a veces, que la esencia de un poema nacía exactamente en el lugar de su acabamiento? ¿Cuándo no hemos percibido, entrenados lectores, que las palabras eran una excusa perfecta para apuntar a otro significado mayor, nacido antes, durante o después de las palabras? Todo esto se relaciona con algo así como una direccionalidad, proporcionada por el autor, que puede ser más clara o más confusa, pero que determina el sentido que nos proporcionan las palabras a través de la técnica, la sensibilidad y la intuición. La página vacía se convierte así en el desafío del azar frente a la voluntad (una voluntad, cabe recalcar, no siempre cerrada al hacer del autor, sino ofrecida al lector para su integridad subjetiva). Pero la justicia de la que yo hablo se relaciona de manera más vertebral todavía con la ceremonia creativa, donde también el propio poema, hecho o sin hacer, marcará el devenir de su proceso mismo en relación a su idea constitutiva. Con esto último entraría de lleno el concepto de forma, como aquel esqueleto que pueda nutrir la arquitectura de un cuerpo destinado a la vida. Y es que será la forma y no otro basamento el que sugiera, en última instancia, la desaparición textual; un mecanismo borroso que, paradójicamente, pero siendo por ello especial para nuestro caso, se producirá únicamente a través de las palabras. Podemos decir entonces que es más pleno el silencio por un exceso de palabras que por su falta; más válido el eco que la nada. La complejidad, en este punto, estriba en explorar la dependencia que un silencio arrastra respecto al contenido que le ha dado forma previamente, consolidando su (in)existencia. Esas zonas intersticiales serán las que abordará este estudio, no pudiendo obviar por ello a ciertos creadores conscientes de ciertas delineaciones esenciales.
            Cuando un escritor quiere transmitir algo a través de un texto, ese algo ya existe de por sí. Son las palabras las que vehiculan el acercamiento o la consagración de esa idea, imagen o sensación impulsada por el autor en un primer momento. Podemos decir entonces que ese algo ya existe, y que son las palabras las que lo enarbolan. Ahora bien, ese algo, y aquí entra la pregunta de la literatura, no vale de por sí si no está tratado y elaborado estéticamente, ya que si no la literatura, y la poesía aún con más peso, sería comunicación, una de las posibles vetas del ejercicio literario pero no la única. En este sentido, si yo quiero decirte algo, te voy a llamar por teléfono, pero no voy a escribirte un poema, aunque tengamos aquel maravilloso ejemplo de William Carlos Williams donde, en un contexto no literario, se reconsidera la relación entre poesía y comunicación:

ESTO ES SÓLO PARA DECIR

Me he comido
las ciruelas
que estaban
en la heladera

y que
seguramente
habías apartado
para el desayuno

Perdóname
estaban deliciosas
tan dulces
y tan frías
                                      (1934)

            No será este ámbito, con todo, el que nos interese, aunque sí toque de forma colateral nuestra propuesta. Es evidente, en este sentido, que para hablar de la posibilidad de un estilo sin palabras, toda propuesta ambicionada a través de un texto con un destino tangible será negada, siendo tomados en cuenta verdaderamente aquellos escritores cuya investigación se relacionó de manera más vertebral con lo inefable. Los escritores místicos, por tanto, serán relevantes aquí; así como otros autores (Stéphane Mallarmé, Edmond Jabès, Alejandra Pizarnik, José Ángel Valente…) cuya obra ha oscilado peligrosamente en torno a los límites de la creación poética. Si hacemos una lectura atenta de la obra de alguno de estos autores caeremos en la cuenta de que su escritura parece ser un ejercicio que les pueda permitir regresar al principio, donde el silencio anida. Un viaje mítico, en esencia, cuya aspiración es atravesar las palabras para volver al origen.
            En paralelo a estas ideas, podríamos preguntarnos, en este punto, si el poema, para ser poema, necesita escribirse. La respuesta, en apariencia evidente, esconde un laberinto, y más si estamos defendiendo el estatuto del silencio dentro de la lógica literaria como esencia y no como añadido, como madre y no como hijo, como raíz y no como pájaro. De decir que no, volveríamos sin pretenderlo a una concepción que no hemos preferido por ser insuficiente para nosotros, según la cual un poema sería el ejercicio oral, probablemente determinado por una serie de connotaciones en sentido laxo sobre la concepción poética y compartidas por el emisor y el receptor a través del eje comunicativo. Igualmente, también desde la negación de esa pregunta, pero esta vez no remisa a una concepción oral negativa del poema como objeto, podríamos afirmar abiertamente que la existencia de un poema desde su inexistencia matérica, esto es, producida por palabras, podría ser una razón para el secreto, consolidando, en última instancia, una concepción de la poesía basada en el impulso del poeta, y cuya materialización no tendría que efectuarse a través de las palabras sino de otro modo aún por investigar. Imagino, por ejemplo, en este sentido, una comunidad literaria no de escritores sino de pensadores, algo lógico y de lo que ha dado cuenta el arte contemporáneo resignificando el concepto de creación más allá de nuestra herencia más vertebral: la visión romántica y el arte de vanguardia; una comunidad literaria cuyo dictaminar se amplificara en el gesto y no en lo acabado, en el secreto y no en el desvelo. Aunque vayamos a preguntarnos ahora qué pasaría al decir que sí a nuestra pregunta, vamos a ver cómo, aun escribiendo, puede ser consciente el peso de tan esmerado no, una respuesta que algunos autores, como Stéphane Mallarmé, parecen igualar a su contrario:

Si quieres que nos amemos
Con tus labios sin decirlo
Esta rosa lo interrumpe
Por sólo derramar un peor silencio

Nunca cánticos lanzan prontos
El centelleo de la sonrisa
Si quieres que nos amemos
Con tus labios sin decirlo

Mudo mudo entre los aros
Silfo en la púrpura de imperio
Un beso llameante se desgarra
Hasta las puntas de sus alones
Si quieres que nos amemos

De Pliegos de álbum (1896)

            Si dijéramos que sí, como contraparte, tendríamos lo que todos conocemos: la historiografía literaria, una continuidad en el triángulo autoría-crítica-tradición pero con ejemplos como San Juan de la Cruz, Rimbaud o Celan, cuyas preguntas, ejecutadas con maestría, lo desbarataron todo, todavía diciendo todavía. Tengo la sensación, en general, de que al igual que para que una perspectiva sea validada o al menos ponga en cuestión el régimen artístico de un contexto debe cuestionarse el concepto de mímesis, hablando de literatura, toda revolución vertebral nace de una novedad o matiz frente a la siguiente pregunta: ¿Qué es literatura? Estando como estamos en pleno siglo XXIII, y con un cambio de paradigma evidente entre manos, es imposible obviar algunas respuestas dadas por autores a los que les ha preocupado esencialmente esta pregunta y, yendo más lejos, ciertas actitudes al abordar la presencia del signo frente al vasto silencio, la tinta negra de los copistas frente al sabio espectro blanco no exactamente mudo. Para nosotros, dadas las inquietudes que nos mueven, debemos recogerlas y tomarlas en consideración.
            Dichas perspectivas, exclusivamente literarias en apariencia, pueden llegar a confundirse con la vida. La gran idea que subyacía al surrealismo era la de hacer de la vida una obra de arte, fórmula vital para nuestro estudio de manera colateral, ya que compromete el vacío del signo con el vacío del ser, identificados ahora. Cómplice de este prisma es la figura de Alejandra Pizarnik, poeta argentina que buscó en la escritura su propia salvación. A través de los símbolos de la noche, la soledad y el doble, su poética figura como una investigación vital y formal en torno a los límites de lo decible. Como ya hiciera constar en su nota de despedida («No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo»), su existencia estuvo supeditada al bronco margen de lo que significaba decir, no hallando realidad suficiente en ningún trasvase comunicativo. En ella es notable el lugar que ocupan el silencio y la ausencia, a través de una inconfundible alquimia que mezcla biografía con obra, actitud generadora a la merced del grave peso de los fantasmas:

FRONTERAS INÚTILES

un lugar
no digo un espacio
hablo de
qué

hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco

no el tiempo
sólo todos los instantes
no el amor
no

no

un lugar de ausencia
un hilo de miserable unión.

De Los trabajos y las noches (1965)

            El vacío y la ausencia son, por tanto, lingüísticos, un ejemplo que se hace extensivo a uno de los poetas más importantes en nuestro idioma: San Juan de la Cruz. José Ángel Valente, en su celebrado ensayo La piedra y el centro, escribe sobre el místico, añadiendo: «San Juan se mueve entre la imposibilidad de decir y la imposibilidad de no decir. Toca así ese límite extraño y extremo en que la palabra profiere el silencio, en que la imposibilidad de la palabra es su única posibilidad, en que la imposibilidad misma es la sola materia que hace posible el canto». Vemos, así, cómo la palabra poética nace del milagro imposible de su consideración, a la que está atada desde el surgimiento de la voz primera; un hecho, bien considerado, de dimensiones religiosas, de ahí que la palabra se haya asemejado en su concepción a la idea de espíritu y tradiciones como la cabalística adeuden a este nacimiento consolidadas percepciones, contenidas, por ejemplo, en el Zohar, libro fundacional: «Veintidós letras son invisibles y veintidós visibles. Una Yod está escondida; una Yod manifiesta. Lo visible y lo invisible se equilibran en la Balanza». Entonces la oportunidad que hace surgir el silencio debería ser considerada con igual cuerpo que su antónimo, la elocución (o la escritura, si hablamos de literatura). Entendemos, por tanto, que es un concepto determinado de escritura y de Libro forjado ya en la Antigüedad el que se ha preferido, dejando de lado la posibilidad de otro trayecto.
            Estudioso de esta idea de Libro, vertebral en la escuela francesa contemporánea con autores como Maurice Blanchot, donde literatura y filosofía se entremezclan esencialmente, es el autor de origen judío Edmond Jabès, cuya obra nace de la pregunta primera sobre el hecho de la escritura y, en última instancia, de la literatura. En El libro de las semejanzas, urdido desde una noción primordial del texto entendido como tejido y hacer, y con la contrariedad de la ya entonces borrosa pregunta por el acontecimiento de la escritura desde una visión que intenta trascender el recorrido que va de la metafísica a la historia y del esencialismo a la fenomenología, se registra un ejercicio en el que la propia escritura es puesta en jaque desde sí misma, como si fuera la consecuencia de un acto imposible. Situando este acto inaugural frente a la lógica de Dios, el cual no se parece más que a sí mismo y por tanto elude el ejercicio de la semejanza dando pie a la conformación de ese deseo presente en las investigaciones de algunos autores franceses (Maurice Blanchot,  Roland Barthes, Jacques Derrida…) que apunta a la idea de un escritor sin literatura, la escritura se consolida en este imaginario como la forja de una lógica diádica basada en dichos correlatos, a la cual tiende todo ser y, por ende, toda imagen, una consecuencia que como hemos avanzado sitúa su planteamiento en la creencia:

            («Existo porque tú me conoces, decía. De ti proviene mi semejanza.»
                ¿Qué es el Pensamiento sino la muerte pensada por todos los pensamientos sacrificados en su nombre; la Semejanza interrogada a través de la interrogación que ella suscita, allí donde no es más que distancia librada de insidiosas semejanzas?
                «¿Pensar la semejanza, no es acaso pensar el pensamiento en su compleja relación con el vocablo que lo imprime y elimina? Somos alabados o menospreciados por nuestros semejantes en función de nuestras semejanzas y de nuestras desemejanzas.
                »El pensamiento es fulgor descubierto antes de la salida del sol. A mediodía la luz está en su apogeo. Todas las sombras se parecen; todas las letras en busca de una misma palabra», decías.
                La palabra se desliga de las semejanzas en su voluntad de privilegiar una sola.
                Dios no puede ser escrito.)

De El libro de las semejanzas (1984)


            Años antes, Julia Kristeva, sobresaliente filósofa y teórica de la literatura, aporta igualmente algunas nociones relevantes a este debate, contenidos en su Semiótica y, de forma más concreta, en su artículo El texto y su ciencia, donde los espacios en blanco de la poesía y la alteración gramatical, fuente de un proceso que consolida la desautomatización, son elementos de ruptura de esta lógica doble ya explorada, y que se relacionan con la intertextualidad y el dialogismo. Esta escritura que ella piensa es anterior al logos, los textos que produce son previos al signo, y llevan, en su punto más extremo, a una escritura del límite, cuyo antecedente, nosotros lo sabemos, se halla ya en Víktor Shklovski. Un lenguaje, en suma, que no sirve para comunicar ni tampoco está supeditado a la noción de mercancía. A esto habría que sumar la frontera que esta autora traza entre lo semiótico y lo simbólico, siendo aquello lo que precede a esto, espacio, lo simbólico, masculino y no femenino: impuesto; y también la diferenciación entre el fenotexto y el genotexto, pese a que ambos acontezcan mezclados en el proceso de comunicación, y siendo aquel el objeto de análisis estructural (código, estructura, gramática…) y éste el objeto de semanálisis, esto es, ya no estructura sino estructuración, además del hecho de contar con un sujeto disperso pero no por ello opuesto al primero. Ideas, como vemos, importantes a la hora de pensar cómo está construido un texto.
            Llegados a este punto, es menester hablar de la Estilística como método que mejor se relaciona con el enfoque que estamos explorando, al entroncar con el Romanticismo y parte de las teorías formales del siglo XX. Por definición, es a la vez subjetiva y objetiva, algo positivo para nosotros ya que hemos ponderado ya diferentes respuestas a preguntas desde ambos frentes. Latente en ella la noción de estilo, para nosotros esencial, y que tomará después el estructuralismo genético y la deconstrucción, en cualquier caso, como método crítico, analiza el lenguaje, apoyándose en la lingüística de Ferdinand de Saussure. Es relevante su marcado carácter materialista, el cual, sumado a la hermenéutica, con Schleiermacher, tomará en cuenta también el concepto de intuición, al mismo tiempo pretendiendo la búsqueda de la totalidad de la obra (en su lógica esto se denominará “círculo hermenéutico”), entendida como recreación del espíritu. La obra, así, es la expresión personal del espíritu creador, a través del cual señalamos sus valores afectivos.
Más concretamente, la Estilística idealista, heredera de Benedetto Croce y las teorías románticas, a las que ya hemos apuntado, será significativa para nuestra óptica, pues rescata el conocimiento intuitivo frente a la lógica, llegando a apoyarse igualmente en Vico y su idea del lenguaje como lugar en los orígenes y el niño, así como el entendimiento de la obra como algo único e irrepetible. Estas ideas, revolucionarias a la hora de pensar en el estudio de los textos, se vinculan de forma importante con el pensamiento de un texto futuro donde lo que se dice y lo que no se dice sean recintos de igual importancia; o, en el caso más radical, ganando espacio el blanco frente al signo. Este espacio, según esta teoría, se vincula fuertemente con el lector, el cual, a través de su intuición orgánica, suma para la noción de una literatura viva, con vistas a la unicidad. Será interesante ver, en cualquier caso, como un autor como Dámaso Alonso, que critica a Saussure por pensar que éste no tiene en consideración la riqueza y la complejidad psíquicas del hombre a la hora de abordar el estudio del lenguaje, dirá que la vinculación entre significante y significado es “motivada”, tiene una intención. Dicho proceso de conformación, que hacemos nuestro de aquí en adelante, se puede describir así:
           
1)       Conocimiento del lector: intuición totalizadora con vistas a la unidad.
2)       Conocimiento del crítico: estudio de la expresión, junto a la intuición.
3)       Conocimiento del misterio: el proceso previo a través a lo científico.

Todas estas ideas nos llevan, irremisiblemente, al lector, de gran importancia por el papel que ocupa hoy en la experiencia literaria y porque será él quien determine, en parte, el espacio siempre por consolidar que ocupa el silencio en un determinado texto. Y es que el lector, figura trascendida de la comunicación y la experiencia estética, se moverá con sus preguntas entre las preguntas que sugiere el texto, amplificando o reduciendo el lugar que ocupan los blancos en su disposición o elipsis. Aunque esta relación esté mediada por el espacio abierto que permita un determinado texto (podemos decir, por experiencia, que hay textos más abiertos y textos más cerrados), cada lector, cuyas preguntas le mueven de por sí, añadirá en su experiencia lectora una serie de interrogantes producidos por la mayor o menor diseminación del signo en su despliegue textual.
La época también juega un papel fundamental dentro de nuestro imaginario. Sin lugar a dudas vivimos, en lo relativo a la literatura, un momento histórico atomizado por la herencia y la repetición. Lo explícito, propugnado por el hacer de las comunidades últimas, donde prima lo lúdico frente a lo reflexivo, hace imposible cualquier mitología, y aún más improbable una concepción del texto basado en el no-decir. Pese a que sí haya un cuestionamiento de la poesía dentro de un ámbito especulativo, tarea propia de la crítica, si lo hay, es marginal y no merece ningún papel representativo. En términos generales, se hace, pero pocos se preguntan por qué hacen lo que hacen. Velocidad como temperatura, algunos de los poetas de hoy quieren ir rápidos a otra cosa, no dejando que el poema acontezca, permitiendo hacer visible el enigma que le antecede y al que se debe. Nuestra reflexión, consciente de eso, lanza sus cimientos como un regalo anónimo. Pienso, en este sentido, que escribir desde la conciencia del espacio en blanco es una manera real de resistir, de continuar fuertes en la pelea frente a los significados vacíos.
En definitiva, la posibilidad de un estilo sin palabras se funda en una idea de la escritura donde el escritor sea consciente de lo que escribe, pero también de lo que no escribe, territorio al que el signo siempre se debe. Este segundo espacio, como ya hemos visto, colinda con el lector, el cual, a través de perspectivas como las que ofrece la Estilística, basará su visión en una intuición trabajada que permita no exactamente una comunicación, sino un conocimiento. Las zonas liminares, los silencios y el secreto pasarán entonces a formar parte del texto, misterioso para nosotros pese a su tejido consciente. La partida se jugará en cómo se equilibren los pesos de sendos espacios, tarea de un poeta por venir para el que las palabras no son herramientas, y sí esencias.